LA VOZ DEL DESIERTO
Isaías, Juan Bautista y Pedro: Tres figuras de primerísima fila, que se presentan hoy en la palestra litúrgica. Pasado, presente y futuro de Cristo, centro de la historia.
Isaías, el principal de los profetas, el de los días solemnes; Juan Bautista, el heraldo, “el mayor entre los hijos de los hombres”; y Pedro, la “piedra”, el príncipe de los apóstoles y continuador de la iglesia de Cristo.
Isaías simboliza la pre-historia, el pasado; profetiza a distancia la venida del reino mesiánico. Su profecía es un canto de esperanza y consolación. Sobre el cañamazo de un pueblo que llora años de exilio “junto a los ríos de Babilonia”, Isaías anuncia de parte de Dios el decreto de liberación mesiánica:
"Consolad, consolad a mi pueblo, -dice vuestro Dios-;
Una voz grita: "En el desierto preparadle un camino al Señor;
allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios;
que los valles se levanten,
que montes y colinas se abajen,
que lo torcido se enderece
y lo escabroso se iguale...
-Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión;
alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén.
Siglos después, Juan recoge el testigo profético. Es el último y "el mayor de los profetas". Pero es, sobre todo, el heraldo de Jerusalén, el que anuncia la presencia del Señor. Juan finaliza la pre-historia del reino de Dios y se inserta en los nuevos tiempos: es la pieza que ensambla el Antiguo y el Nuevo Testamento. Por eso Juan es, durante dos domingos, la figura señera del Adviento. Nadie mejor que él para preparar la llegada del Mesías. Su misión es esa: ser el Precursor, el heraldo que anuncia la entrada del Señor.
En el evangelio de hoy, Marcos lo presenta como un calco o prototipo del antiguo profetismo. Expresamente lo identifica con el heraldo de Sión, vaticinado por Isaías:
Está escrito en el profeta Isaías:
Yo envío mi mensajero delante de ti
para que te prepare el camino.
Una voz grita en el desierto:
"Preparad el camino del Señor,
allanad sus senderos.
Los antiguos profetas predicaban y practicaban la penitencia, y mostraban su austeridad hasta en su comida y la aspereza de sus vestidos. Juan entra en escena como un predicador penitencial:
Juan iba vestido de piel de camello,
con una correa de cuero a la cintura,
y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre.
Marcos destaca sobre todo la misión de Juan como precursor:
Juan bautizaba en el desierto;
predicaba que se convirtieran y se bautizaran,
para que se les perdonasen los pecados.
Y proclamaba:
"Detrás de mí viene el que puede más que yo,
y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias.
El Adviento proyecta este mundo de pronósticos, vaticinios o profecías sobre el decorado de un belén en perspectiva próxima: ángeles, pastores, y un portal en el que yace un niño que—confesamos—es el Hijo de Dios. Los humanos (“homo ludens”, hombre juguetón, al fin de cuentas) corremos el peligro de quedarnos en lo anecdótico y superficial; sin advertir que, bajo esa epidermis infantil late el misterio callado de Dios, que está a la puerta e invita a seguir el camino hacia Él.
En este momento recoge la antorcha profética Pedro en su segunda carta (5,8-14). Escrita hacia el año 80, mira hacia la Parusía, hacia el fin de los tiempos. A los cristianos de su época, impacientes por la tardanza del Señor, les escribe:
Para el Señor … mil años son como un día.
Lo que ocurre es que el Señor tiene mucha paciencia,
porque quiere que todos se conviertan…
Pero nosotros, confiados en la promesa del Señor,
esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia.
Por tanto, queridos hermanos,
mientras esperáis,
procurad que Dios os encuentre en paz con él,
inmaculados e irreprochables.
De este modo Belén y Parusía se solapan, se superponen en la liturgia. Cristo inició en Belén el reino mesiánico y lo llevará a su plenitud al final de los tiempos. Cristo nació en Belén, pero sigue naciendo en cada uno, hasta el día final de cada vida.
En el fondo es la idea permanente del adviento y de toda la vida cristiana, la que anunciaba Isaías y la que predicaba Juan: la conversión permanente, el cambio de mentalidad y de rumbo, preparar el camino del Señor hasta lograr que nuestro “camino” se identifique con el auténtico CAMINO, que es Cristo.