‘Luz de la Paz de Belén’
Pasado mañana, Dios mediante –nunca mejor dicho, pues se trata de que Dios anda
por medio-, la Luz de la Paz de Belén será repartida en La Clerecía a todo hombre,
mujer, niño o joven de buena voluntad que quiera recibirla. A las siete de la tarde.
Desde 1990, un niño o niña de los Scout y Guías de Austria viaja a la Gruta del
Nacimiento, en la basílica de Belén y allí enciende un farol en la llama perpetua
que alumbra la oscuridad. Es un rito iniciático, porque paredes y techo están
tapizadas de riguroso negro, de manera que, al entrar, la desorientación es
completa y, quieras o no, la vista queda atraída por un único punto, la llama
que brota de la estrella de plata que marca, en el suelo, el lugar donde nació
Jesús. El significado está claro: en medio de las tinieblas de este mundo
despilfarrador de energía eléctrica, mal iluminado por las explosiones de
la guerra, las chispas del hambre y el incendio humeante de la injusticia y
la corrupción, es posible la paz. ‘Al pueblo que habitaba en tinieblas y en
sombra de muerte una luz le brilló’, analizaban el profeta Isaías y el
evangelista Mateo hace mogollón de siglos.
Solo a los niños y a los que saben discernir lo esencial se les puede ocurrir
traer la Luz de la Paz desde un país en guerra, pasando por países en guerra
y llevarla a Europa, oscurecida por el olvido de Dios y enfrascada en una
guerra financiera en la que pierden los de siempre. Sé por las redes sociales
que esa iniciativa de la Luz de la Paz ya atraviesa el Atlántico y desde
Argentina ilumina todo el continente. La ceremonia en que se reparte,
en Viena, es ecuménica porque Jesús, desde que salió del seno luminoso
de su Madre en aquella gruta, luce para todos. Pero aquí, en la secularizada
Europa, en España, tenemos un problema: muchos solo quieren admitir la
luz que brilla en su interior. Les guía una espiritualidad del yo o, como
mucho, del nosotros. El origen de la Luz de la Paz es un Tú, ‘un Niño
nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado’. Su Luz puede brillar en nuestro
interior, a nadie se le impone reconocer y admitir su procedencia ‘de lo
Alto’; pero los que admitimos su origen divino estamos moralmente
obligados a reconocerla y a juntar la nuestra a la suya para dar un
poco de Luz a las tinieblas que nos envuelven. Bendito y puro
romanticismo en estos tiempos tan pragmáticos.
Antonio Matilla, sacerdote.
16 de diciembre de 2011