NAVIDAD
Dios se hace familia nuestra
para que nosotros seamos familia de Dios
Como en una escalada de montaña, hemos llegado a la cima del Adviento. Durante las tres primeras semanas, Isaías y Juan Bautista han sido los guías del ascenso. Isaías nos ha señalado la meta profética. El Bautista ha dado órdenes precisas para no errar en la subida: Preparad los caminos del Señor…
En la cuarta semana, toma el relevo, ‘caminito de Belén’, María, la santa y bella custodia que lleva a Dios en su seno.
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Hoy, día de Navidad, ya en la cumbre, nos recibe, con el prólogo de su evangelio, Juan Evangelista, el águila de las alturas teológicas que, en un vuelo grandioso, entronca la tierra con el cielo.
Con un lenguaje cargado de reminiscencias bíblicas, el texto evangélico de hoy —que originariamente era un himno— expresa el misterio de Cristo y la realidad profunda de la fe cristiana, como participación en la vida de Dios.
Comienza en Dios, que en Cristo se hace hijo del hombre (Dn 7, 11-14), y finaliza dando al hombre, también por Cristo, la posibilidad de ser hijo de Dios. Esto es lo que celebramos en la fiesta de Navidad.
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En el principio ya existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Este comienzo nos recuerda el primer momento de la creación, el origen de todas las cosas: "En el principio...". Y nos remonta a lo más alto y sublime del misterio trinitario. En el principio, antes del comienzo de los tiempos, ya existía la Palabra, el proyecto de comunicación plena de Dios con los hombres. Esa Palabra estaba junto a Dios, era Dios. Cuatro veces repite el Evangelista la preexistencia y divinidad de esta Palabra; quiere constatar con toda claridad que Cristo, el que se va a hacer hombre, es Dios.
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Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria:
gloria propia del Hijo único del Padre,
lleno de gracia y de verdad.
La afirmación clave de este evangelio y de toda la Navidad: la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.
Aquella Palabra de la que Juan decía insistentemente que "era Dios", asume la condición humana, “estaba junto a Dios”, pero desde la primera Navidad está también junto a los hombres, se le ve, se le toca en "carne" de hombre, y vive con los hombres. La Palabra cambia la vecindad de Dios por la vecindad entre los hombres.
Dios nos habla por su Palabra, que se nos hace entrañablemente cercana. Sin dejar de ser la Palabra, el Hijo único del Padre, se ha hecho niño y ha nacido en Belén. En su hipotético ‘carnet de identidad humana’ podríamos leer: Jesús de Nazaret, hijo de María y de José.
Jesús, la Palabra eterna de Dios, acampa entre los hombre, revelándoles la presencia divina: “Muchas veces y de muchas formas habló Dios en el pasado… En esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo…” (Heb. 1,1s).
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Desde entonces siempre es Navidad porque esa Palabra de Dios está siempre con nosotros.
Este es el sentido de la festividad que hoy recuerda la liturgia, y los cristianos celebramos con tanta alegría. “Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado…” (Is. 9,5).
Navidad no es sólo un hecho histórico, el hecho más extraordinario de la historia. Es la irrupción de la eternidad en el tiempo, de Dios en la historia humana, y es también la aceptación del hombre como hijo de Dios. Cristo, el Hijo de Dios, es Hermano nuestro. Dios —Emmanuel— es familia nuestra, y nosotros por Cristo somos familia de Dios.
Que no se pueda decir de nosotros lo que Juan dice del pueblo judío: "vino a su casa y los suyos no le recibieron".