Si al conocer le privamos del co, nos quedamos sólo con la gnosis,
convertimos a Jesús en objeto. No es que debamos desdeñar el
término gnosis -me apasionan los escritos gnósticos, y los
evangelios gnósticos son especialmente fascinantes-: la verdadera
gnosis, como el verdadero conocimiento, nos adentró en la
realidad profunda del yo que me transciende, en la realidad
profunda del otro que me transforma.
Y a eso se refiere el prefijo co del término conocer. Es el
conocimiento verdadero hecho de contacto, comunión,
compañía y todas las palabras con co. Y ése es también el
auténtico saber, que no consiste meramente en tener
información sobre algo, sino en probar su gusto más profundo,
el sabroso sabor del ser y de la vida que nos procura la
sabiduría de los sabios.
Así es como quiero conocer a Jesús y saberle, de modo que
mi vida sepa más a Jesús y Jesús me sepa enteramente a Dios.
Hasta que todas las criaturas podamos comer y saborear
del árbol de la vida. Entonces conoceremos de verdad,
pues conocer será vivir.
Mientras tanto, para conocer a Jesús, es importante mirar primero
a la tierra de la que es hijo. Jesús es un trozo de esta Tierra Santa
que es toda la tierra. No es un meteorito caído del cielo.
Es fruto de una pequeña franja de tierra atormentada,
disputada, mil veces conquistada y reconquistada, como
tantas tierras.
Una tierra llamada Canaán, Israel y Palestina. Una tierra en que
-dicen nuestros Atlas- confluyen Asia, África y Europa, pero Dios
no hizo esas fronteras, han nacido de nuestras guerras, como
todas las fronteras. Una tierra de paso de muchas caravanas
y ejércitos, de muchos peregrinos y emigrantes.
Para conocer a Jesús, es igualmente importante mirar de cerca
el tiempo del que es hijo, pues todos somos hijos de nuestro
tiempo y Jesús también lo es. Todos los tiempos son tiempos
de Dios, pero ningún tiempo lo abarca, tampoco el de Jesús.
Preguntamos por Jesús desde nuestro mundo en metamorfosis
cultural y religiosa, sí, también en metamorfosis religiosa
por la acción del Espíritu.
Para conocer a Jesús, es preciso saber preguntar. Y aceptar,
sin embargo, que nadie es dueño de las respuestas, y que ninguna
respuesta es última. Aceptar incluso que nadie es tan
siquiera dueño de las preguntas, lo que hace nuestra palabra
aún más perpleja. Que nadie pretenda tener la respuesta ni
conocer la única fórmula pertinente de la pregunta.
Que la modestia y la tolerancia crezcan al menos tanto como la
perplejidad. Y que nadie desista de seguir preguntando,
cada uno con su compasión y sus palabras: ¿cuáles son las
heridas del mundo de hoy y cuál sería el remedio de Jesús?
(José Arregi)