Al igual que pasó con los dinosaurios, el
tiempo hizo extinguir a los cuenteros.
Niños de cuerpo gigante que sacaban un destello de inocencia de la mirada de otros hombres que paraban a escucharlos.
Los cuentos llevan el polvo dorado de los sueños rotos, y en un soplido, los cuenteros, dejaban salir las palabras como lluvia de oro. Empapaban la mente de los niños y los hombres.
Ricos y pobres abrían sus ojos dejando asomar a sus niños dormidos.
Querían escuchar lo que pudo haber sido y no fue.
Querían oír hablar de ese mundo donde el mal había perdido todo su poder y el color ocupaba las calles y las plazas, los montes y los llanos.
Todos querían volar y desplegaban sus alas con la voz del cuentero. Sus palabras eran el queroseno de las almas.
Los cuentos eran semillas que irían creciendo de generación en generación. La tecnología les arrebató la voz; pero en cada uno de nosotros hizo morada la figura de el cuenta cuentos.
Y muchas madres tomaron prestadas sus palabras para inocular la fantasía.
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UnaManoAmiga