LA HORA DE JESÚS
Jerusalén. Fiesta nacional de la Pascua, recuerdo de la independencia por la que Israel se libera de la esclavitud en Egipto. Afluyen gentes de los más variados países; vienen a ofrecer sacrificios en el Templo, símbolo de la unión patria. Entre esas gentes,
‘Unos griegos que habían subido para los cultos de la fiesta,
pidieron a Felipe y a Andrés: —Queremos ver a Jesús.
Felipe y Andrés se lo dicen a Jesús’.
Sobre un dato probablemente real, Juan elabora, una vez más, una escena de hondo calado teológico. Jesús había dicho: "Tengo otras ovejas que no son de este redil; también a ésas tengo que conducirlas; escucharán mi voz y se hará un solo rebaño con un solo pastor". (Jn. 10,16). Comienza a cumplirse el pronóstico en el texto de hoy. Algunas de esas ovejas (del redil no judío: unos griegos) están en Jerusalén, celebrando la Pascua.
Pero estos datos sirven sólo como ambientación o decorado. El relato de Juan, enriquecido con multitud de referencias bíblicas, cobra dimensiones sorprendentes. Griegos y apóstoles desaparecen luego de la escena. Solo queda Jesús que, en un monólogo denso, explica una profunda lección sobre “su hora” y su misión salvadora.
Jesús les contesta:
—Ha llegado la hora de que este Hombre sea glorificado.
La hora es uno de los términos preferidos de Juan. Significa el punto de referencia definitivo para enmarcar y centrar la historia salvadora de Jesús. En el ‘reloj de Jesús’ es la hora final: pero en el estilo del cuarto evangelio incluye, además otras connotaciones:
Es la hora puntual —centro de la historia— que une, y a la vez separa, los dos testamentos.
Es la hora del sacrificio: Se cumple la afirmación de Jesús: Derribad este templo y en tres días lo reconstruiré. Pero él se refería al templo de su cuerpo - Jn.2,19-21). El centro de atracción y culto ya no es el Templo, sino la Cruz. El sacrificio del cordero pascual se ha cambiado por el cordero de Dios.
Y con el sacrificio del cordero de Dios llega la hora de la universalidad:
Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí
--lo decía indicando de qué muerte iba a morir--.
Se verifica la frase de los fariseos: todo el mundo va tras él. Caen las barreras entre judíos y gentiles. Los griegos, que vienen a ofrecer sacrificios en el Templo, acaban pidiendo: —Queremos ver a Jesús. ‘Ver a Jesús’ implica dejar el Templo: ¡es la hora del cambio! Jesús ha sustituido al templo. El antiguo culto de animales se sustituye, en el nuevo Templo, por el culto del amor de Dios al hombre. Se cumple el proyecto redentor, glorificando así a Dios en el Hijo del Hombre.
Lo verdaderamente paradójico es que la glorificación de Jesús se logra en su crucifixión. La escena, contemplada desde la altura de la fe, sugiere grandezas de tragedia épica. Pero esta grandeza desde Dios no aminora la humillación y dolor de una crucifixión.
¿Cómo una muerte, y además ignominiosa, puede ser motivo de glorificación? Jesús lo explica:
Si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo;
pero si muere, da mucho fruto.
Una bella metáfora con la que el mismo Jesús nos aclara, en vísperas de la Semana Santa, el misterio de su vida y de su muerte. No se puede producir vida sin dar la propia en un acto de amor. Y como lección de ejemplaridad para el discípulo cristiano, concluye:
El que quiera servirme, que me siga,
y donde yo estoy estará mi servidor.
Como aceptación de la invitación de Jesús, oración para la semana santa y conformidad con la suerte final inevitable, propongo esta décima
‘ANTE CRISTO CRUCIFICADO’:
Cristo clavado en la cruz,
que inclinas tu faz, rendida
por darme en tu muerte vida,
y en mi noche oscura, luz.
Cuando te miro al trasluz
de mi fe, Jesús inerte,
leo en Ti mi propia suerte:
morir, cual grano de trigo,
para renacer contigo,
Cristo de la Buena Muerte.