DIOS ESTÁ AQUÍ
La pertenencia a un grupo —deportivo, ideológico, político, religioso…— produce una sintonía inevitable y a veces profunda. No es sólo simpatía, contacto verbal, coincidencia en actos o lugares. Hay algo más hondo y permanente. Lo advertí de modo muy particular en una peregrinación a Tierra Santa. Después de casi tres años, aún perdura (casi intacto) un sentimiento de sana y santa nostalgia. Por ser frecuente, lo califico a veces de ‘síndrome de Tierra Santa’. La idea persistente de que “sucedió aquí” hace que esos sentimientos se hagan indelebles. Como si algo o alguien superior presidiera la peregrinación. Recuerdo la promesa: “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo (Mt.28,20).
Sensible a este deseo de proximidad humana (y divina), Jesús cumple su promesa. Y hoy, día del Corpus, se nos recuerda esta presencia de manera especial. El sentido de la fe acentúa esta presencia invisible pero real, misteriosa pero personal. El mismo Jesús que, en el curso de una peregrinación, se adivina trabajando en Nazaret, predicando por Palestina, orando en Getsemaní…; ese mismo Jesús recorre hoy realmente nuestras calles por obra del milagro eucarístico: “Dios está aquí; venid adoradores, adoremos a Cristo…”
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Día de sol, de procesiones con custodias artísticas, y de adoración. Las lecturas litúrgicas, sin embargo, están teñidas de blanco y rojo. Blanco de Eucaristía y rojo de sangre: la sangre del cordero pascual —Cordero de Dios— que en la última cena presagia la muerte en la cruz.
Pablo, el converso, lo recuerda hacia el año 56, como tradición recibida del Señor (1 Cor. 11,23). Marcos, discípulo de Pedro, lo narra con la precisión de un testigo presencial y la fe consolidada de las primeras comunidades (Mc.14,12-16):
El primer día de los Ázimos,
cuando se sacrificaba el cordero pascual,
Pascua y Ácimos eran fiestas contiguas aunque diferentes. Al finalizar el día de pascua, comenzaban los Ácimos que duraban siete días. El pueblo, sin embargo, unificaba ambas fiestas; y así lo entiende también Marcos. La alusión al sacrificio del cordero pascual, más que un dato cronológico, es precisión teológica. Comienza el relato de la pasión de Jesús. A las 14,30 horas daba comienzo la matanza de los corderos para la pascua. Hacia esa misma hora del día siguiente, tendrá lugar el sacrificio del verdadero Cordero de Dios.
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Marcos, que escribe hacia los años 70, no escatima detalles. La comunidad cristiana ha superado ya el escándalo de la cruz. Ésta no había sido una derrota sino el triunfo de Dios. Y Jesús, obediente al Padre, acepta la cruz con actitud soberana, consciente y dueño de la situación en todo momento:
Id a la ciudad,
encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua;
seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al dueño:
"El Maestro pregunta:
¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?"
La Cena de Pascua sólo podía tomarse en la ciudad santa; los forasteros debían procurarse algún lugar para celebrarla, en número de diez personas por lo menos. Los habitantes de Jerusalén ofrecían gratuita y gustosamente los salones de sus casas. Así se explica la narración de Marcos sobre los preparativos de la cena pascual. Naturalmente todo sucede como Jesús ha previsto:
Los discípulos llegaron a la ciudad,encontraron lo que les había dicho
y prepararon la cena de Pascua.
Al principio todo discurre con normalidad, según el ritual judío.
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La pascua judía se celebraba así: el padre de familia bendecía el vino, lo probaba y lo pasaba a los comensales (primera copa).
Luego se distribuía el pan ácimo, que cada uno mojaba en el plato común de un salsa llamada haroset (Jesús se lo ofrece a Judas, revelando su traición, Jn. 13, 25-31) (segunda copa).
El padre de familia recordaba la liberación de Egipto, y se servía el cordero pascual, que comían con pan ácimo y con hierbas amargas.
(Hasta aquí todo pudo ser normal en la última cena de Jesús).
Para terminar, el padre de familia tomaba un poco de pan, lo partía, lo distribuía, y después de esto nadie podía comer ya más; aunque se permitía retrasar la reunión hasta una hora tardía, y así se servía la tercera copa.
De pronto Jesús realiza algo sorprendente con este último pan ácimo:
Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo:
- «Tomad, esto es mi cuerpo.»
Y hace lo mismo con esta tercera copa de vino:
Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron.
Y les dijo:
- Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos.
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Preciosa página, llana de ternura. En ella se recoge el regalo más exquisito que el mismo Dios podía ofrecer en despedida. No es su fotografía dedicada de su puño y letra; “Con todo cariño…”. Es él mismo, invisible pero real, misterioso pero personal. Lo que entre nosotros podría imaginarse utopía inasequible, en Dios se hace realidad: marcha pero se queda; asciende al Padre pero continúa entre nosotros; Jesús se convierte así en el Ausente-Presente para siempre: “Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt.28,20).
Pero esta presencia, logro misterioso del poder divino, no colmaba la medida de su amor. En el éxtasis de su cariño, la madre puede mostrar un deseo de fusión con su hijo: ‘Ay, ¡te comería!’. Jesús, aunque con sentido inverso, lo dice y lo hace; y logra esa común unión. Su vida, distribuida en actos de amor en su paso por Palestina, se distribuye ahora— cuerpo y sangre— bajo los símbolos del pan y del vino. El pan partido en trozos y el vino dividido en sorbos, simbolizan y son su propio cuerpo y su propia sangre: su persona, rota y desangrada en el sacrificio inmediato de la Cruz, y perpetuada en la Eucaristía.
A la hora de la comunión, adquieren sentido pleno las palabras de Pablo: “Es Cristo quien vive en mí”. Sin duda Dios está aquí.