Santa Mónica
Madre de San Agustín
Mónica, la madre de San Agustín, nació en Tagaste (África del Norte)
a unos 100 km de la ciudad de Cartago en el año 332.
Sus padres encomendaron la formación de sus hijas a una
mujer muy religiosa y estricta en disciplina. Ella no las dejaba tomar
bebidas entre horas (aunque aquellas tierras son de clima muy
caliente) pues les decía : "Ahora cada vez que tengan sed van
a tomar bebidas para calmarla. Y después que sean mayores y
tengan las llaves de la pieza donde esta el vino, tomarán licor y
esto les hará mucho daño." Mónica le obedeció los primeros
años pero, después ya mayor, empezó a ir a escondidas al
depósito y cada vez que tenía sed tomaba un vaso de vino. Más
sucedió que un día regañó fuertemente a un obrero y éste por
defenderse le gritó ¡Borracha! Esto le impresionó profundamente
y nunca lo olvidó en toda su vida, y se propuso no volver a
tomar jamás bebidas alcohólicas.
Pocos meses después fue bautizada (en ese tiempo bautizaban a
la gente ya entrada en años) y desde su bautismo su
conversión fue admirable.
Ella deseaba dedicarse a la vida de oración y de soledad pero sus
padres dispusieron que tenía que esposarse con un hombre
llamado Patricio. Este era un buen trabajador, pero de genio terrible,
además mujeriego, jugador y pagano, que no tenía gusto alguno
por lo espiritual. La hizo sufrir muchísimo y por treinta años ella
tuvo que aguantar sus estallidos de ira ya que gritaba por el
menor disgusto, pero éste jamás se atrevió a levantar su mano
contra ella. Tuvieron tres hijos : dos varones y una mujer.
Los dos menores fueron su alegría y consuelo, pero el mayor
Agustín, la hizo sufrir por varias décadas.
En aquella región del norte de África donde las personas eran
sumamente agresivas, las demás esposas le preguntaban a
Mónica por qué su esposo era uno de los hombres de peor genio
en toda la ciudad, pero que nunca la golpeaba, y en cambio los
esposos de ellas las golpeaban sin compasión. Mónica les
respondió: "Es que, cuando mi esposo está de mal genio, yo me
esfuerzo por estar de buen genio. Cuando él grita, yo me callo.
Y como para pelear se necesitan dos y yo no acepto entrar
en pelea, pues....no peleamos".
Patricio no era católico, y aunque criticaba el mucho rezar
de su esposa y su generosidad tan grande hacia los pobres, nunca
se opuso a que ella dedicara de su tiempo a estos buenos oficios.
Y quizás, el ejemplo de vida de su esposa logró su conversión.
Mónica rezaba y ofrecía sacrificios por su esposo y al fin alcanzó
de Dios la gracia de que en el año de 371 Patricio se hiciera bautizar,
y que lo mismo hiciera su suegra, mujer terriblemente colérica
que por meterse demasiado en el hogar de su nuera le había
amargado grandemente la vida a la pobre Mónica.
Un año después de su bautizo, Patricio murió, dejando a la pobre
viuda con el problema de su hijo mayor.
Patricio y Mónica se habían dado cuenta de que Agustín era
extraordinariamente inteligente, y por eso decidieron enviarle a
la capital del estado, a Cartago, a estudiar filosofía, literatura y
oratoria. Pero a Patricio, en aquella época, solo le interesaba que
Agustín sobresaliera en los estudios, fuera reconocido y
celebrado socialmente y sobresaliese en los ejercicios físicos.
Nada le importaba la vida espiritual o la falta de ella de su hijo, y
Agustín, ni corto ni perezoso, fue alejándose cada vez más de
la fe y cayendo en mayores y peores pecados y errores.
Cuando murió su padre, Agustín tenía 17 años y empezaron a
llegarle a Mónica noticias cada vez más preocupantes del
comportamiento de su hijo. En una enfermedad, ante el temor
a la muerte, se hizo instruir acerca de la religión y propuso hacerse
católico, pero al ser sanado de la enfermedad abandonó su
propósito de hacerlo. Adoptó las creencias y prácticas de
una la secta Maniquea, que afirmaban que el mundo no lo
había hecho Dios, sino el diablo. Y Mónica, que era bondadosa
pero no cobarde, ni débil de carácter, al volver su hijo de
vacaciones y escucharle argumentar falsedades contra la
verdadera religión, lo echó sin más de la casa y cerró las puertas,
porque bajo su techo no albergaba a enemigos de Dios.
Sucedió que en esos días Mónica tuvo un sueño en el que se vio
en un bosque llorando por la pérdida espiritual de su hijo, Se le
acercó un personaje muy resplandeciente y le dijo: "tu hijo
volverá contigo", y enseguida vio a Agustín junto a ella. Le narró
a su hijo el sueño y él le dijo lleno de orgullo, que eso significaba
que se iba a volver maniquea, como él. A eso ella respondió:
"En el sueño no me dijeron, la madre irá a donde el hijo, sino
el hijo volverá a la madre". Su respuesta tan hábil impresionó
mucho a su hijo Agustín, quien más tarde consideró la visión
como una inspiración del cielo. Esto sucedió en el año 437.
Aún faltaban 9 años para que Agustín se convirtiera.
En cierta ocasión Mónica contó a un Obispo que llevaba
años y años rezando, ofreciendo sacrificios y haciendo rezar a
sacerdotes y amigos por la conversión de Agustín. El obispo le
respondió: "Esté tranquila, es imposible que se pierda el hijo de
tantas lágrimas". Esta admirable respuesta y lo que oyó decir
en el sueño, le daban consuelo y llenaban de esperanza, a pesar
de que Agustín no daba la más mínima señal de arrepentimiento.
A los 29 años, Agustín decide irse a Roma a dar clases. Ya era todo
un maestro. Mónica se decide a seguirle para intentar alejarlo
de las malas influencias pero Agustín al llegar al puerto de
embarque, por medio de un engaño se embarca sin ella y se va
a Roma sin ella. Pero Mónica, no dejándose derrotar tan fácilmente
toma otro barco y va tras de él.
En Milán; Mónica conoce al santo más famoso de la época en
Italia, el célebre San Ambrosio, Arzobispo de la ciudad. En él
encontró un verdadero padre, lleno de bondad y sabiduría que
le impartió sabios consejos. Además de Mónica, San Ambrosio
también tuvo un gran impacto sobre Agustín, a quien atrajo
inicialmente por su gran conocimiento y poderosa personalidad.
Poco a poco comenzó a operarse un cambio notable en Agustín,
escuchaba con gran atención y respeto a San Ambrosio,
desarrolló por él un profundo cariño y abrió finalmente su
mente y corazón a las verdades de la fe católica.
En el año 387, ocurrió la conversión de Agustín, se hizo instruir
en la religión y en la fiesta de Pascua de Resurrección de
ese año se hizo bautizar.
Agustín, ya convertido, dispuso volver con su madre y su
hermano, a su tierra, en África, y se fueron al puerto de Ostia a
esperar el barco. Pero Mónica ya había conseguido todo lo que
anhelaba es esta vida, que era ver la conversión de su hijo. Ya
podía morir tranquila. Y sucedió que estando ahí en una casa
junto al mar, mientras madre e hijo admiraban el cielo estrellado y
platicaban sobre las alegrías venideras cuando llegaran al cielo,
Mónica exclamó entusiasmada:
"¿Y a mí que más me amarra a la tierra? Ya he obtenido de Dios mi
gran deseo, el verte cristiano". Poco después le invadió una fiebre,
que en pocos días se agravó y le ocasionaron la muerte.
Murió a los 55 años de edad del año 387.
A lo largo de los siglos, miles han encomendado a Santa Mónica
a sus familiares más queridos y han conseguido
conversiones admirables.
En algunas pinturas, está vestida con traje de monja, ya que
por costumbre así se vestían en aquél tiempo las mujeres que
se dedicaban a la vida espiritual, despreciando adornos y
vestimentas vanidosas. También la vemos con un bastón de
caminante, por sus muchos viajes tras del hijo de sus lágrimas.
Otros la han pintado con un libro en la mano, para rememorar
el momento por ella tan deseado, la conversión definitiva de
su hijo, cuando por inspiración divina abrió y leyó al azar
una página de la Biblia.
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Fuente: Catholic.net