LA VOZ DEL DESIERTO
Confieso que siempre me ha fascinado la figura evangélica de Juan el Bautista. Nacido de la ancianidad de Isabel, tenía por profesión y herencia de Zacarías, su padre, la misión de sacerdote del Templo. Sin embargo desaparece —como Jesús, apenas nacido— para reaparecer hacia los 35 años en la estepa de Judá. Frente al ‘Juanito’ sonrosado del arte (que juega junto a Jesús Niño y el cordero), yo me lo imagino corpulento, musculoso, renegrido por los vientos y resoles del desierto.
Su mismo porte externo cautiva por extraño: su larga melena, desgreñada quizás, su actitud rígida, su vestimenta carnavalesca… ¿Quién es este hombre? ¿Un hippy? Desde luego, un tipo singular.
— ¿Quién eres? , le preguntan. ¿Eres el Mesías, eres Elías o algún otro profeta?
Si extraña es su figura, no lo es menos su respuesta: —Yo no soy el Mesías, ni Elías, ni un profeta. Yo soy ‘la voz del desierto’, es decir, la voz que sale de la nada, del vacío…
O tal vez de la plenitud. Porque el desierto, sí, es arena, roca y viento; pero el desierto es también silencio, soledad... y libertad. En el desierto la mente dialoga consigo misma o con el Infinito. Quizá para sentir a Dios, para verlo u oírlo, hay que retirarse al desierto. Así lo hicieron los anacoretas. Así lo hacía Jesús cuando, cansado quizá de las gentes, quería orar con el Padre. Y en la soledad del desierto talló Juan su figura de Precursor, sin más testigos que la naturaleza y Dios. No es, pues, el Mesías, ni Elías, ni un profeta; ni siquiera se considera digno de llevar un nombre propio; Juan es sólo ‘la voz del desierto’. Una voz alejada de los hombres, libre –por tanto- de influencias y sobornos, ajena a miedos o egoísmos, desconocedora de corrupciones.
Un hombre así, físicamente ajeno a todo, pero moralmente curtido y lleno de Dios, podía bajar sin temor a la palestra apostólica, a cumplir su alta misión de heraldo mesiánico. Y la palestra estaba en Betavara, pequeña población a orillas del Jordán, al nordeste del mar Muerto.
Hasta allí se acerca la gente, en el evangelio de hoy, para preguntarle:
— ¿Qué hacemos?
Es el primer ‘round’ verbal, y su contestación, sencilla, aparentemente anodina, nos deja a todos en plena desnudez, (¡perdón!) ‘con el culo al aire’:
— El que tenga dos túnicas, que dé una al que no tenga ninguna
y el que tenga comida haga lo mismo.
¡Lo que enseña el desierto y la meditación! De qué modo tan sencillo resuelve Juan el problema de la pobreza y hambre del mundo. ¡Y nosotros llevamos veinte siglos dándole vueltas, y aún no atisbamos la solución! A Juan le basta una norma muy simple: no mirar las cosas desde el egoísmo humano, sino desde la soledad y reflexión con Dios.
Vinieron unos publicanos (recaudadores de impuestos) y le preguntaron:
—Maestro, ¿qué hacemos nosotros?
Tampoco hay nada extraordinario en su respuesta:
—No exijáis más de lo establecido
Es lo lógico. ¿Por qué exigir más de lo necesario? Si se cumpliera la primera regla, la del reparto de túnicas y de comida, hasta podría sobrar Hacienda y cuantos de ella viven.
Llegan también unos militares, y en ellos representa Lucas a todos los encargados de juzgar y reprimir la violencia, o de restablecer el orden: militares por supuesto, policías, jueces, abogados, etc. etc. Y se repite la misma pregunta:
— ¿Qué hacemos nosotros?
Y la respuesta es también semejante a la anterior:
— No hagáis extorsión a nadie,
ni os aprovechéis con denuncia,;
sino contentaos con la paga.
Me da la impresión de que Lucas, que era médico, tenía buen ‘ojo clínico’. Por lo menos apunta bien, y dice más verdad que un santo.
Hay que reconocer, por otra parte, que también Juan es un ‘santo con toda la barba’, pero ‘sin pelos en la lengua’. Al ver que muchos fariseos y saduceos acudían a que los bautizara les dijo (Mt.3,7):
— ¡Raza de víboras!
¿Quién os ha enseñado a escapar de la condena que se avecina?
¡Quiénes estaremos incluidos aquí! Espero que Lucas, en su alusión a los saduceos y fariseos, no apuntara hacia los políticos o hacia los hipócritas a los que Jesús anatematizará poco después (Mt.23,14ss) diciéndoles: ¡Ay de vosotros, guías ciegos que devoráis los bienes de las viudas, que os ocupáis de los diezmos y descuidáis lo más grave de la ley: la justicia, la misericordia y la lealtad (ib.23). También Jesús los califica de “¡Serpientes, raza de víboras!” (ib.33). En esto coinciden Juan y Jesús, Lucas y Mateo.
Juan no tuvo reparo en recriminar al propio Herodes, que poseía un palacio en Maqueronte, no lejos de Betavara, donde bautizaba Juan, y vivía amancebado con su cuñada (Mc,6,18):
— No te es lícito tener a la mujer de su hermano.
Su osadía le costó ‘la cabeza’. Pero el propio Jesús aprobó su proceder, canonizándolo antes que la iglesia (Lc,7,24s):
— ¿Qué salisteis a contemplar en el desierto?
¿Una caña sacudida por el viento?
¿Un profeta? Os digo que sí, y más que profeta.
Os digo que entre los nacidos de mujer ninguno es mayor que Juan.