A LA ORACIÓN DEL HUERTO
Hincado está de rodillas
orando a su Padre inmenso
el que a su diestra sentado
juzgará vivos y muertos.
Como ha de morir en monte,
en el monte está el Cordero,
para ver, pues dio la hostia,
el cáliz donde la ha puesto.
A las palabras que dice
las peñas se enternecieron,
que a penas de Dios las peñas
saben hacer sentimiento.
De ver a Dios de rodillas
se está deshaciendo el suelo,
aunque a los rayos del Padre
se huelga de verle en medio;
si dice Dios que su alma
tristeza está padeciendo,
¿cómo ha de ver cosa alegre
en la tierra ni en el cielo?
Que para verificarse
que era hombre verdadero,
fue menester que su carne
tuviese a la muerte miedo.
Al fervor de la oración,
sudó sangre todo el cuerpo:
que sus delicados poros
quedaron todos abiertos.
Aquel bálsamo precioso
cogió la tierra en su seno,
que como es hijo del hombre,
quiere guardar su remedio.
Echóse en la tierra Cristo,
su rostro le deja impreso;
que es de amantes dar retratos
cuando se están despidiendo.
Al Padre vuelve la espalda
para que en sus hombros tiernos
den los rayos de su ira,
no al suelo que está cubriendo.
En fin, volviendo a la cara,
de su mismo Padre espejo,
movió al cielo con la voz
a lástima y a silencio.
Pase este cáliz de mí,
si es posible, Padre eterno;
mas no se haga la mía;
tu voluntad obedezco.
Crecieron tanto las ansias,
que fue menester que luego,
rompiendo un ángel los aires,
bajase a darle consuelo.
¡Ay Jesús de mis entrañas!
¿Cómo habéis venido a tiempo
que os consuelen, siendo Dios,
las criaturas que habéis hecho?
¿Adónde estáis, Virgen pura?
Que, a falta vuestra, los cielos
un ángel a Cristo envían;
llegad y esforzadle presto.
Decidle: «Dulce hijo mío,
cuando ayunasteis, vinieron
mil ángeles a esforzaros
con soberano sustento.
Cuando nacisteis, bajaron
dos mil ejércitos bellos;
y cuando vais a morir,
uno solo viene a veros.»
Limpiadle, Virgen piadosa,
la sangre con los cabellos;
y pues le deja su Padre,
vea a su Madre a lo menos.
Id vos con ella, alma mía,
entrad también en el huerto
no sospechen que os quedáis
con el que viene a prenderlo.
Decidle: «Dulce Jesús,
aquí estoy al lado vuestro
para padecer con vos,
no para negaros luego.
Vámonos presos los dos,
pues vais por mis deudas preso.
Cinco míl son los azotes:
Muchos son, partir podemos.»
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