Las palabras del ángel subrayaron lo que la eternidad te deparaba. No podías morir.
Eras como una tierra, como un luminoso barro que absorbiera las fuentes de la Divinidad. El Padre se hizo Amor por fecundarte, por engendrar en ti nació el Amor. Y eras tú como un ánfora plena ya de la Gracia... Los arroyos divinos conmovieron la alta pulpa lechosa igual que el viento una celinda breve. El Espíritu Santo sopló por tu oquedad; y tú sentiste como un bullir de pájaros en las entrañas. No podías morir. En vano los escribas, los sanedritas, el Tetrarca y el Sumo Sacerdote pretendían llegar a la medula mesiánica. Palideció, enfrióse, la vara de Aarón en el Sancta Sanctorum; se estremecieron las Tablas de la Ley cuando tu sangre comenzó a cuajarse, cuando tus pechos crecieron como frutos. El Señor te caminaba, te hendía, te clareaba de una primavera única. No podías morir.