Tres años antes de su muerte, San Francisco decidió
celebrar con la mayor solemnidad posible, cerca de Greccio, el recuerdo del
nacimiento del Niño Jesús, con el fin de aumentar la devoción de los pobladores
(...)
Hizo
preparar un pesebre, consiguió algo de heno y trajo un asno y un buey. Convocó a
sus hermanos y acudieron todos los vecinos al lugar. En el bosque retumbaban los
cantos y esa noche venerable se vestía de esplendor a la luz de las antorchas
relucientes y al compás de los cánticos que resonaban fuerte y alto. El hombre
de Dios, parado frente al Pesebre y lleno de piedad, derramaba lágrimas y
desbordaba de alegría. La misa se celebró usando el Pesebre por todo altar.
Francisco cantó el Santo Evangelio y más tarde habló y relató al pueblo reunido
el Nacimiento de un rey pobre que llamó con ternura y amor al Niño de Bethlehem
(Belén). El señor Juan de Greccio, caballero virtuoso y leal, que había
abandonado las armas de los príncipes de la tierra por amor a Cristo, afirmó que
él había visto a un niño muy hermoso que descansaba en la cuna y que pareció
despertar cuando el bendito Padre Francisco lo tomó en sus
brazos.
Esta
afirmación está suficientemente acreditada por la santidad del piadoso caballero
pero también lo está por la verdad que expresa y por los milagros que siguieron.
El ejemplo que Francisco ofreció al mundo despertó, en efecto, a las almas
dormidas, y el heno del Pesebre conservado por el pueblo, sirvió de remedio para
los animales enfermos y de salvaguarda contra todo tipo de
desgracia.