Un asno estaba harto de trabajar tanto. Todo el día lo obligaban a llevar pesadas cargas y su viejo amo lo maltrataba y no lo alimentaba lo suficiente, aunque fingía tenerle afecto.
Un día en que iban juntos por el campo, el campesino subido al asno, llegaron a un sendero desierto.
Este corría a lo largo de un prado donde el pasto era alto y muy jugoso.
– Detengámonos aquí -dijo el viejo-. El pasto parece bueno y fresco; aquí podrás comer todo lo que quieras.
Pero el burrico dudó por un instante en entrar al campo, pero el granjero lo alentó:
– ¡Anda, qué esperas, ve a comer! Este pasto no cuesta nada y además me ahorrará heno del establo.
Dudoso, el asno comenzó a comer pasto del prado. No comprendía por qué el viejo granjero se había vuelto de pronto tan generoso. Eso lo irritó y se puso a rebuznar de descontento. Y he aquí que llegó, alertado por los gritos del asno, el propietario del prado, furioso.
Gritaba y mostraba un palo, amenazando con dar una buena lección a los ladrones que le robaban su pasto.
-¡Escapemos o esto terminará muy mal! -gritó el viejo.
Pero el asno no se movía y seguía pastando tranquilamente.
– ¡Vamos, apúrate! –gritaba el granjero que ya había salido del prado y se alejaba tan rápido como sus viejas piernas se lo permitían.
– ¿Por qué tengo que huir? -respondió el asno-. ¿Qué me puede pasar? Quizás este campesino me pegue más de lo que lo haces tú o me haga trabajar más... ¡Qué importa! De todos modos mi destino es llevar pesadas cargas hasta el fin de mis días. Entonces, trabajar para él o para ti me da lo mismo. ¡Me quedo aquí!
El asno siguió pastando y fue así como cambió de dueño.
Moraleja: Con menos pesimismo aprende a vivir, y más disfrutarás lo que de la vida te va a venir!