Había una vez un joven que no sabía adaptarse a su existencia. Se sentía infeliz por la suerte que el destino le había designado, y pensó pedir consejo a un sabio.
— La felicidad es algo difícil de encontrar en el mundo, suspiró el viejo cabeceando. Pero todavía existe un medio. Basta que logres encontrar la camisa de un hombre feliz, y te la pongas.
Lleno de esperanza, el joven agradeció al anciano su consejo y se fue en busca del talismán.
Llega al palacio de un Rey. Logró cautivar la simpatía de un servidor y obtener de él una camisa perteneciente al soberano. Enseguida se la puso, persuadido de haber alcanzado la felicidad. Pero no fue así. Seguía sintiéndose deprimido y descontento.
Y no tardó en comprender el motivo de tal fracaso: el rey estaba muy lejos de ser feliz. Entre los quehaceres de estado y líos diplomáticos, el pobre no tenía un momento de paz. Su camisa no podía ser el talismán aconsejado.
Por lo tanto, el joven abandonó la Corte y emprendió viaje. Llegó a la morada de un famoso filósofo que tenía fama de ser el Sabio de los Sabios.
El joven se hizo su discípulo, y esto le permitió meter las manos en una de sus camisas. Inmediatamente se la puso, pero sin advertir ningún género de felicidad. Perplejo, confesó todo al filósofo, quien le dijo:
— En verdad, hijo mío, la mía no puede ser la camisa buscada por ti. Yo he alcanzado la suprema sabiduría, y precisamente por esto sé que no puedo ser feliz. Esta es la enseñanza que he extraído de todos los libros que he leído.
El joven le restituyó la camisa y se puso en camino. Llegó a la casa de un célebre pintor que todo el mundo admiraba.
Con la excusa de querer adquirir un cuadro, se hizo presentar, y junto con el cuadro pide al pintor que le venda también una camisa suya. Se la puso esa misma tarde, pero no por esto se sintió confortado. Y poco a poco aprendió el motivo: el arte había donado al pintor la gloria, pero no la felicidad; su fama le había creado toda suerte de envidias e intrigas.
El joven se quitó de encima también aquella camisa y prosiguió su camino. Llegó a un suntuoso palacio, morada de un comerciante muy rico.
Todas las semanas distribuía a los pobres monedas de oro, así como objetos y trajes usados; por esto no le fue difícil al joven obtener una camisa suya. Pero enseguida se dio cuenta de que también ésta no le producía ningún efecto benéfico. La vida del pobre comerciante no era de envidiar.
Ya desilusionado y desesperanzado de poder encontrar el talismán codiciado, el joven reemprende el camino de retorno.
Pasando cerca de un campo, le llega el eco de una suave canción. Era un campesino que cantaba, a todo pulmón, mientras con el arado surcaba la tierra.
— ¡He aquí un hombre que ciertamente posee la felicidad! Pensó el joven.
Y acercándose a él, le dijo:
— Buen hombre, dime si eres feliz.
— ¿Y por qué no debería serlo?, responde el otro.
— Pero, ¿no deseas nada?
— No, propiamente nada
— ¿No cambiarías tu suerte con la de un rey?
— ¡Ni en sueños!
— Y bien, ¿quisieras venderme tu camisa?
El campesino estalló en una sonora carcajada, y mostrando el pecho y las espaldas desnudas al sol, respondió:
— ¿Mi camisa? ¡Pero si yo no tengo camisa!