Yo mismo en el espejo
Todas las sensaciones de este cuerpo por un tiempo y espacio, y el modo de encauzar tantas visiones sin perder estos ojos, me convierten en símbolo de mí —de mi esencia mostrada— en carne temblorosa de una estatua que me voy descubriendo, poco a poco, en mi propio retrato progresivo dibujado de pronto en el espejo.
II
El mismo que recibe su mirada con la caricatura de un cómplice abandono. El que inventa las arrugas futuras en un rostro que creyó transcurrido en negativo.
Te tocas, y te encuentras primero con el frío, con la piel del cristal.
Tú estás adentro, al fondo de esa imagen: impaciente por saberte presente en el deseo, a pesar del azar de la memoria.
III
El espejo de mano, del indolente vidrio del tocador, arranca los perfiles de aquel que sólo busca sorprender a su antigua vanidad. Así yo lo traiciono, porque mis propios ojos no pueden reprocharse, frente a frente, lo inútil de seguir con ese juego, como el adivinar los contrafuertes que sostienen mi forma obsesionada. Sin embargo, mi intimidad tendrá el doble reflejo de lo superficial y lo profundo, de lo comprometido y lo distante, a expensas del espejo; y este mismo compensará mi olvido de aquel rito infantil, añadiendo su mano al tocador de mis perfiles, arrancando su propia vanidad del espejo que ahora lo refleja, cuando yo ya me olvide de mi forma, cuando sea disculpa de su causa por mis viejos motivos, y terminen por verse, cara a cara, los espejos que yo solo reflejo.
IV
El humo de las voces del salón fue adquiriendo mis rasgos, con mi fuga. Yo lo olí desde lejos, como el que sabe que posee el fuego, la dirección del viento, y su desnudo. Masticaban mi máscara de cera, mi postura estudiada, y aun los cuerpos espontáneos que había criticado. Sin embargo, era un precio muy barato el que tuve que abonar por contemplar mi rostro sin palabras, asumir ese espectro, y, con su misma falsa ingenuidad, corregir el discurso, y ese humo. que ya eran sus rostros en presencia
Pelayo Fueyo.
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