UNA FÉRREA OBSTINACIÓN
Conocí a Lamar Dodd hace más de 15 años, al visitar una concurrida exposición de sus cuadros en el Museo de Arte de Georgia, en la ciudad de Athens.
Dodd era una leyenda en la ciudad: había formado una escuela de pintores jóvenes y fundado uno de los centros de enseñanza de pintura más prestigiosos de Estados Unidos: el de la Universidad de Georgia. Sin embargo, para mi era mucho más que un eminente educador; era un hombre que se había atrevido a vivir su sueño, cosa de la que yo estaba todavía muy lejos.
Yo daba capacitación en administración a empleados de la universidad del estado desde hacía años, pero la rutina y la burocracia comenzaban a abrumarme. Me encontraba en una encrucijada de mi vida profesional: podía quedarme donde estaba, en la seguridad, pero sin esperanza de desarrollo, o podía echar a andar mi propio negocio, anhelo que acariciaba secretamente desde hacía largo tiempo.
Mientras cruzaba los recintos de mármol del museo del brazo de mi marido, vi a personas elegantemente vestidas que platicaban desenfadadamente, y me sentí fuera de lugar entre aquellos triunfadores rebosantes de confianza en sí mismos. Dodd estaba en medio de la sala de la exposición, rodeado de un círculo de admiradores. No era un hombre alto -mediría tal vez 1.75 metros de estatura- pero llamaba la atención. Una esponjada mata de pelo blanco le coronaba la cabeza, y usaba un bastón con empuñadura de oro.
Cuando nos acercamos, me impresionó la brillantez de sus ojos azul claro. Me bastó conversar con él unos momentos para darme cuenta de que, mientras me hablaba, centraba en mí toda su atención. Había algo en su manera de tratarme que me infundió fuerza y la sensación de formar parte del grupo.
Me puse a observar sus cuadros. Los había pintado por encargo de la NASA para conmemorar los viajes espaciales. Eran obras de gran formato en las que predominaban las líneas y los manchones de vivos colores. Los conceptos y los poderosos efectos de movimiento plasmados por el artista eran tan audaces como las proezas que celebraban.
Creí que no volvería a ver a Dodd después de esa noche, pero una semana después llamó por teléfono para invitarnos a ver los bosquejos que había hecho para un cuadro y a hablar sobre su obra.
Nos recibió en la puerta y nos condujó a su estudio. En mitad de la habitación se alzaba un caballete con una enorme tela. A la derecha del caballete, sobre una mesita, había frascos, pinceles y paletas con pintura; Había lienzos desperdigados por toda la habitación.
Dodd nos explicó que en ese cuadro quería representar el resurgir del alma después de la enfermedad. Se preguntaba cuál sería la mejor manera de plasmar la agitación, el sufrimiento y la curación que constituyen la esencia de la existencia humana. Mi marido y él se pusieron a hablar de las imágenes que mejor comunicarían esas ideas.
-¿Usted que opina, señora?- me preguntó.
Fue tal la naturalidad con que me invitó a participar en la discusión que más tarde, mientras tomábamos café, le revelé mi sueño de poner un negocio que me permitiera enseñar y escribir, las dos cosas que más me gustaban en la vida.
-Pero le da miedo- me dijo sin rodeos-. Yo ya he pasado por eso.
-¡No puedo creerlo!- repuse.
-¿Por qué no? Toda mi vida he tenido miedo. Pero la valentía no es más que una férrea obstinación, y yo tengo bastante de eso. Es algo que te impulsa a levantarte todos los días y hacer lo que tienes que hacer; a persistir aunque el mundo se te venga encima, y a seguir adelante cuando otros te empujan hacía atrás.
"Cuando salí de la escuela de enseñanza media", continuó, "entré en el Tecnológico de Georgia para estudiar arquitectura, pero pronto me dí cuenta de que no tenía vocación. Estaba ahí porque quería complacer a los demás, no a mí mismo. Antes de que pasara un año volví a casa sintiéndome un fracasado. Me encerré en mi cuarto y ahí me quedé".
-¿Cómo salió adelante?
-Me ofrecieron empleo en una escuela pequeña como maestro de pintura. El contacto con los jóvenes me ayudó a desechar mis dudas y temores, y decidí entregarme en cuerpo y alma a la pintura. Me propuse trabajar todos los días, sin importar cómo me sintiera.
...Y lo demás es historia, pensé. Ojalá fuera así de fácil para mi.
Pero lo demás no era historia, ni había sido fácil. Después de dedicarse un año a la enseñanza, Lamar se fue a Nueva York, dónde padeció soledad, pobreza y profesores que despreciaban su obra. Me enteré de que su vida estaba llena de las mismas dudas y dificultades que nos afligen a todos. la diferencia estaba en que él había podido vencer las barreras.
Lamar y yo nos hicimos amigos, y fue así como conocí de cerca su obstinación llevada al extremo. Un día, cuando salíamos de almorzar en un restaurante, estaba lloviendo y él me acompañó a mi coche. Una vez ahí, le ofrecí llevarlo hasta donde estaba el suyo.
-De ninguna manera- repuso-. Un poco de lluvia no le hace daño a nadie.
Ni siquiera aceptó que le prestara mi paraguas. Creyendo que yo podía ser tan obstinada como él, lo acompañé a pie hasta su auto cubriéndolo con el paraguas. Entonces me dijo que sería un agravio para su hombría permitir que una dama fuera sola hasta su coche, y se empeñó en regresar conmigo, así que volvimos a pasar bajo la marquesina del restaurante, frente a las miradas de curiosidad de los parroquianos. Por fin lo dejé regresar solo a su coche. Iba hecho una sopa, pero con el orgullo intacto.
A menudo iba a visitarlo a su casa, y él siempre me animaba a aceptar el reto de realizar mis sueños, pero yo aún no me atrevía a emprender el negocio que anhelaba. Por aquella época Lamar pintó una serie de acuarelas de llamativos colores, inspiradas en sus recuerdos de unos girasoles que había visto en Cortona, Italia, y de unos pescadores de la costa de Maine. Su imaginación y su capacidad creadora parecían inagotables.
Entonces, cuando menos lo esperaba, sufrió un ataque de apoplejía.
Durante semanas no me atreví a ir a verlo. Tenía paralizada la mano derecha, que era con la que pintaba, lo que me hacía pensar que su valeroso espíritu estaría abatido.
Por fin me decidí a visitarlo. Llamé a la puerta y oí acercarse unos pasos lentos. Entonces apareció en el umbral la bien conocida mata de pelo blanco. Los ojos estaban un tanto empañados, pero no habían perdido su brillo peculiar.
-¡Qué gusto verte!- me dijo.
Su voz parecía una grabación tocada un poco más despacio de lo normal. Estaba apoyado con la mano mala en el bastón de empuñadura de oro. Pasamos a la salita contigua a su estudio y hablamos de todo, menos de su desgarradora transformación. Como el caballero que era, poco a
poco llevó la conversación hacia mí; hacía mis intereses y ambiciones.
Antes de irme pasé al baño. Cuando volví para despedirme, lo vi en su estudio. Había andado penosamente hasta su caballete y estaba absorto ante el cuadro que tenía en él: un óleo magnífico, de una isla en un agitado mar turquesa. Yo lo miraba en silencio desde el pasillo, y sentí que el corazón se me rompía. ¡Qué triste debe de ser contemplar una obra propia que ha quedado inconclusa y ya no se puede terminar!
Pero entonces ocurrió algo extraordinario. Lamar tomó un pincel con la mano izquierda y lo acercó lentamente al lienzo. Luego se lo puso en la inerte mano derecha y, en un supremo esfuerzo, lo aprisionó entre dos dedos, descansando el mango contra la palma. Por último, guiándose la mano mala con la buena, hizo correr el pincel por el lienzo, dejando en él una perfecta línea de color.
Momentos después se volvió hacia mí y devolvió el pincel a la mesita.
-Haz el intento- me dijo-. Recuerda que la valentía no es más que una férrea obstinación.
Con lágrima en los ojos, caminé hasta él, le di un beso en la mejilla y me marché.
Esa visita cambió el rumbo de mi vida. Renuncié a mi trabajo y abrí un despacho de asesoramiento, como siempre había soñado. Al igual que Lamar, afronté el riesgo de dejarlo todo para ir en pos de lo desconocido; al igual que Lamar en sus primeros tiempos, no estaba segura del éxito, y como Lamar -que siguió pintando hasta su muerte, ocurrida en 1996, a los 86 años-, confió en que podré vencer los obstáculos que me encuentre en el camino.
Mi querido amigo y mentor estaba en lo cierto al decir que la valentía era una forma de obstinación. Y de entonces a la fecha he comprendido que es mucho más. Es la esencia del espíritu creador, la fuerza vital del corazón humano.
Recibido en mi correo
De cómo un amigo extraordinario me infundió valor para realizar mis sueños.
Por Joan Curtis