Cuando mira uno los ojos de un niño, lo primero que llama la atención es su
inocencia: su deliciosa incapacidad para mentir, para refugiarse tras una
máscara o para aparentar ser lo que no es. En este sentido, el niño es
exactamente igual que el resto de la naturaleza. Un perro es un perro;
una rosa, una rosa; una estrella, una estrella. Todas las cosas son, simple
y llanamente, lo que son. Sólo el ser humano adulto es capaz de ser una
cosa y fingir ser otra diferente. Cuando una persona mayor castiga a
un niño por decir la verdad, por revelar lo que piensa y siente, el niño
aprende a disimular y comienza a perder su inocencia. Y no tardará en
engrosar las filas de las innumerables personas que reconocen perplejas
no saber quiénes son, porque, habiendo ocultado durante tanto tiempo a
los demás la verdad sobre sí mismas, acaban ocultándosela a sí mismas.
¿Cuánto de la inocencia de tu infancia conservas todavía?
¿Existe alguien hoy en cuya presencia puedas ser simple y totalmente
tú mismo, tan indefensamente sincero e inocente como un niño?
Pero hay otra manera más sutil de perder la inocencia de la infancia:
cuando el niño se contagia del deseo de ser alguien. Contempla la
multitud increíble de personas que se afanan con toda su alma, no por
llegar a ser lo que la naturaleza quiere que sean —músicos,
cocineros, mecánicos, carpinteros, jardineros, inventores...—, sino por llegar
a ser «alguien»; por llegar a ser personas felices, famosas, poderosas...;
por llegar a ser algo que les suponga, no mera y pacífica autorrealización,
sino glorificación y agigantamiento de su propia imagen. Nos hallamos,
en este caso, ante personas que han perdido su inocencia porque han
escogido no ser ellas mismas, sino destacar y darse importancia, aunque
no sea más que a sus propios ojos. Fíjate en tu vida diaria. ¿Hay en ella un
solo pensamiento, palabra o acción que no estén corrompidos por el deseo
de ser alguien, aun cuando sólo pretendas ser un santo desconocido para
todos, menos para ti mismo? El niño, como el animal inocente, deja en
manos de su propia naturaleza el ser simple y llanamente lo que es. Y,
al igual que el niño, también aquellos adultos que han preservado su inocencia
se abandonan al impulso de la naturaleza o al destino, sin pensar siquiera en
«ser alguien» o en impresionar a los demás; pero, a diferencia del niño,
se fían, no del instinto, sino de la continua conciencia de todo cuanto sucede
en ellos y en su entorno; una conciencia que les protege del mal y produce
el crecimiento deseado para ellos por la naturaleza, no el ideado por
sus respectivos y ambiciosos egos.
Existe además otro modo de corromper la inocencia de la infancia por
parte de los adultos, y consiste en enseñar al niño a imitar a alguien.
En el momento en que hagas del niño una copia exacta de alguien, en ese
mismo momento extingues la chispa de originalidad con que el niño
ha venido al mundo. En el momento en que optas por ser como otra persona,
por muy grande o santa que sea, en ese mismo momento prostituyes tu
propio ser. No deja de ser triste pensar en la chispa divina de singularidad
que hay en tu interior y que ha quedado sepultada por capas y más capas
de miedo. Miedo a ser ridiculizado o rechazado si en algún momento te
atreves a ser tú mismo y te niegas a adaptar mecánicamente a la de los
demás tu forma de vestir, de obrar, de pensar... Y observa cómo es
precisamente eso lo que haces: adaptarte, no sólo por lo que se refiere
a tus acciones y pensamientos, sino incluso en lo que respecta u tus
reacciones. emociones, actitudes, valores... De hecho, no te atreves a
evadirte de esa «prostitución» y recuperar tu inocencia original.
Ése es el precio que tienes que pagar para conseguir el pasaporte de la
aceptación por parte de tu sociedad o de la organización en la que te mueves.
Y así es como entras irremediablemente en el mundo de la insinceridad y del
control y te ves exiliado del Reino, propio de la inocencia de la infancia.
Y una última y sutilísima forma de destruir tu inocencia consiste en competir
y compararte con los demás. con lo cual canjeas tu ingenua sencillez por la
ambición de ser tan bueno o incluso mejor que otra persona determinada.
Fíjate bien: la razón por la que el niño es capaz. de preservar su inocencia
y vivir, como el resto de la creación, en la felicidad del Reino, es porque no
ha sido absorbido por lo que llamamos el "mundo", esa región de oscuridad
habitada por adultos que emplean sus vidas, no en vivir, sino en buscar
el aplauso y la admiración; no en ser pacificamente ellos mismos, sino en
compararse y competir neuróticamcnie, afanándose por conseguir algo tan
vacío como el éxito y la fama, aun cuando esto sólo pueda obtenerse a costa
de derrotar, humillar y destruir al prójimo. Si le permitieras sentir
realmente el dolor de éste verdadero infierno en la tierra. tal vez
te sublevarías interiormente y experimentarías una repugnancia tan intensa
que haría que se rompieran las cadenas de dependencia y de engaño que se
han formado en torno a tu alma, y podrías escapar al reino de la inocencia,
donde habitan los místicos y los niños.
|