Cuentos
Pepita Turina
EL ÁRBOL DE PIEDRAROSA
Cuento navideño
Vivía en una de las tantas islas que forman el archipiélago de Chiloé. Pero en todas lo conocían. Era el mejor tallador en madera de la región. Y en cada casa, en cada iglesia, en cada escuela, había una imagen religiosa, pesebres navideños con todas las figuras, desde El Niño-Dios hasta los animales, los pastores y los Reyes Magos, figuras legendarias como el Caleuche o la Pincoya, carretas, peces, embarcaciones.
Una tarde, al desembarcar de su bote, con el cuál recorría otros lugares, vio en la orilla una gran rama de un color nunca visto hasta entonces. Como la corteza estaba mojada en partes abierta, asomaba un color rosado que lo hizo imaginar la piel de los recién nacidos y pensó que se prestaría maravillosamente para tallar niños-dioses, ya que era el mes de diciembre y se acercaba la Navidad, para la cual trabajaba muchos nacimientos que cada año le pedían de todas partes. Cogió la rama y la arrastró un poco hacia adentro, para que se secara.
—Mañana veré que hacer con ellas. Mañana—se dijo, contentísimo.
Al día siguiente el tallador sacó sus mejores herramientas para empezar a trabajar la hermosa rama que se había secado tomando otros tonos más hermosos, más delicados. Cuando se decidió a probar que el cuchillo el tipo de madera que le había deparado la suerte, éste se dobló como si hubiera tocado piedra y estuvo a punto de romperse. Sorprendido, cambió el modo de enterrar el cuchillo, trató de levantar la corteza y fracasó igualmente. Probó el formón, el mazo, todas las herramientas que tenía, hasta el serrucho, y nada pudo hacer con la extraña rama.
—Es una madera de piedra-rosa —reflexionó. Todo el día no pudo hacer otra cosa que intentar sacar aunque fuera la ramilla más fina, y todo fue inútil.
En la noche del 20 de diciembre se desencadenó una tormenta de rayos y truenos. El tallador durmió toda la noche, porque estaba acostumbrado a la inclemencia del tiempo, y el ruido de la lluvia, el rugir de las olas del mar, los remezones del viento y la luz de los relámpagos acompañando muchas de sus noches. Pero, a la mañana siguiente, cuando se levantó y fue hasta la orilla del mar, vio que la rama de piedra-rosa había sido partida por un rayo se ha había convertido en mil flores hermosísimas de un color rosa-tostado, que el mar llevaba lejos de la orilla, flotando entre espumas y que sólo unas pocas quedaban a su alcance, posadas en la arenisca. Las recogió para integrar los pesebres que repartiría por las islas. Y con el tiempo supo que a cuarenta islas del archipiélago llegaron muchas de esas flores que en la playa recogieron los niños, llevándolas para adornar las iglesias, las escuelas, los hogares. Otras fueron conducidas por el mar hasta los pies del árbol-madre de donde la rama se había desgajado, porque todas las ramas-hijas se desprenden del tronco materno y deben aprender a vivir solas, multiplicándose a su vez por el mundo.