Ha habido muchos cambios en los últimos días. Mis hermanos y yo vivíamos felices en el bosque, pero de repente llegaron unos hombres y con sus ruidosas maquinarias nos separaron de nuestra tierra y nos subieron a unos camiones.
Atadas nuestras ramas, viajamos apilados durante horas y horas ¿Qué va a ser de nosotros? ¿A dónde nos llevan?, nos preguntamos llenos de angustia, con el único consuelo de nuestra mutua compañía.
Por fin nos sacaron del camión y soltaron nuestras ataduras. Ya podemos estirar un poco los brazos. ¿Dónde estamos? ¿Es esto una tienda? ¡Ah, es un supermercado! ¡Cuántas personas! Mis emociones cambian, nos han alejado de la tierra pero, en compensación, nos han acercado a los hombres.
En la tienda las personas parecen tener prisa todo el tiempo, pero algunas se detienen un poco y aspiran profundamente. Sí, hablan de nosotros, del aroma de bosque que perfuma el ambiente.
Los empleados de la tienda nos calificaron por tamaño. Han clavado a nuestro tronco unas bases de madera y nos pusieron letreros amarillos con nuestro precio. Estamos en venta.
La gente se acerca. Una mujer con tres niños me mira, camina en torno a mí. Los pequeños se emocionan, "sí mamá, sí mamá, cómpranos éste", dicen insistentes. Creo que les gusto. La mirada infantil brilla de alegría y se oyen gritos de júbilo cuando la madre acepta. Me atan nuevamente y me colocan sobre un automóvil. ¿Otro viaje? ¿Y esta vez yo solo? En el camión la compañía de mis hermanos disminuía mi tristeza, pero ahora siento algo distinto. Qué extraño, poco a poco mi sensación cambia, las expresiones de estos niños y su ilusión por llevarme a casa disuelven mis angustias porque, lo confieso, aunque soy joven y fuerte, siento que muero poco a poco.
En la casa, me colocan en un sitio privilegiado. La madre y los niños, con la alegría de la Navidad en el corazón, cuelgan a mis ramas lazos, esferas y luces de colores. Los niños cantan villancicos mientras me ponen este atuendo navideño. Me incomodan un poco los adornos, algunos me lastiman, pero las sonrisas de los niños y la ilusión que se filtra por sus ojos compensan mi incomodidad.
Todos me dicen piropos. Hasta el padre pronunció una frase de admiración cuando llegó a casa. Me siento un huésped distinguido o ¿es que así tratan a todos en esta casa?Cada día que pasa me siento más débil, la vida se me escapa. La Navidad se acerca y aumenta la alegría de los niños, pero yo muero lentamente. No es que me queje pero pregunto ¿para contribuir a la alegría de la Navidad es necesario que miles de árboles tengamos que morir? Quizá no deba ser así, pero quienes pueden decirlo son los hombres y ellos así lo han querido.-