Mereciendo la Navidad
ACABAR el año siempre supone una
cierta inquietud con respecto a los
nuevos tiempos que están próximos a llegar.
Al menos, el que se va ya ha sido vivido.
Lo hemos gozado o sufrido, lo hemos padecido
y sobrellevado, pero al que llega le queda por
descubrir sus grandezas o sus miserias y eso
siempre nos mantiene temerosos y abrigados
en el pensamiento de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
La llegada de la Navidad acerca al más agnóstico
a la idea de un dios que nace, aunque no
se sienta su heredero. Y es que a pesar de
que estas fiestas han perdido el sentido
misterioso que las envuelve para ser sustituido
por la parafernalia de brillos, cava y cotillón,
no dejan de remover en el interior un sentimiento
sin paliativo tanto si se las da la bienvenida
con júbilo como si se las rechaza absolutamente.
No hay que ser profeta para percibir el anochecer
de una época y el despertar de otra. percibimos
la necesidad de cambiar desde dentro,
desde nuestra parte más auténtica y
más humana para gozar todavía,
lo que nos queda de vida, de un mundo mejor.
La crisis no sólo está en la economía, sino en las creencias,
en las ideologías, en las costumbres, en la convivencia ,
incluso el mundo tecnológico nos vuelve la espalda,
ya que a pesar de haber conseguido un espacio cada
vez más interconectado no ha podido lograr ni
unificar la calidad de vida para todos.
Las diferencias cada vez hacen más distinto al oprimido.
El necesario cambio no debe profundizar en la
concentración de la riqueza y el poder en manos
de unos pocos: no en asesinar, no en avasallar ni
empobrecer a unos sectores a favor de otros más elitistas,
no en arriesgar el equilibrio de la Tierra, no en ayudar
al Tercer Mundo, sino en que no haya mundos terceros;
ni está tampoco en tolerar la ecología,
sino en ponerla muy por encima de los egoísmos nacionales.
Debe nacer una actitud nueva, una sensibilidad distinta que
nos lleve a comportamientos más equilibrados y compartibles.
Es necesario cambiarnos de raíz: que la comunicación
entre los ámbitos más cercanos y familiares o los más
lejanos e institucionalizados , sea flexible y natural,
ni autoritaria, ni paternalista; que partiendo del núcleo
de lo personal se traslade con agilidad a lo colectivo,
que se alimente del diálogo espontáneo y que permita
avanzar a los que estén en esta sintonía, en la misma
luminosa dirección creativa. Porque cuando lo hagamos
así nos sentiremos herederos del dios que todos
encarnamos sin la necesidad de lugares, ni oficios,
ni rúbricas, ni dirigentes especiales que entonen la
oración que debe surgir de dentro. Atentos únicamente
a la dirección de nuestra propia conciencia cuando lo
que decidamos se dirija por el criterio de ser favorable
para nosotros mismos y los demás.
La idea de Dios no puede heredarse.
Ha de ser una cosecha individual después
de una siembra muy larga; de una siembra
de dudas y contradicciones. Todas las religiones
son igualmente respetables en cuanto impulsen
a la generosidad con los semejantes e impidan
que unos abusen o se impongan a otros.
En definitiva, sin libertad no hay cielo, ni infierno.
El bien y el mal se distinguen por el mero
uso de la razón, que es justamente lo que
nos hace hombres. No fracasan los gobiernos,
ni las religiones, ni las instituciones, ni las familias,
ni las parejas fracasan las intolerancias
vengan de donde vengan.
«No quieras para los demás, lo que
no quieras para ti», único lema que
tenemos que heredar venga de Buda
o de Jesús de Nazaret. Y cuando así suceda,
comprenderemos que todos tenemos el mismo
valor y que nadie es imprescindible ni tampoco
insustituible en ningún escenario de la vida.
Comprenderemos que los más válidos no son
entonces los que salen en las noticias, presentan programas,
protagonizan portadas del corazón o se
encaraman en los podios de los estadios o los púlpitos.
Entenderemos que aquellos hombres
y mujeres que constituyen la urdimbre y
la trama de ese espeso tejido de a pie que
todos conformamos; aquellos que viven para
igualar a sus semejantes, para compartir y ayudar,
para vivir y convivir, para solicitar y ser solícitos,
para tender la mano y abrazar, para saber dar y
recibir o para defender y amparar, son los que heredan
a Dios verdaderamente. No los mangantes, los escaladores
sin escrúpulos, los hábiles en enriquecerse, los estafadores,
los que dan palmaditas en la espalda con una mano
y te empujan con la otra, los falsos amigos o los que
te prometen el cielo y te dejan caer en el infierno.
Sino los generosos, los abnegados, los modestos,
los insignificantes en apariencia, los solidarios, los
dadivosos de sí, los seres humanos que instalados
en la normalidad salen a flote día a día con digna
dificultad y aún tienen la sensibilidad natural
de no desequilibrar, de aguantar en la otra mejilla
y sobre todo, de luchar en la creencia de que la
calidad humana aún es posible. Esos son los que
pueden permitirse la Navidad, crean en ella o no.
necesitamos de jerarquías propias
flexibilizando devociones, desterrando
dogmas y cultos irracionales, aboliendo
sumisiones forzadas, estableciendo y exigiendo
tolerancia y sobre todo dejando escapar,
a diario, esos sentimientos que en estas fechas
nadie ahorra en su manifestación para poner
una alfombra roja entre los que transitamos al
mismo paso. Lo que nos espera es laborioso.
Rechazando senderos marcados e inoperantes
y abriendo caminos y rutas nuevas para quienes
nos sigan. Comenzar el año inaugurando
una vida hecha entre todos -jóvenes y mayores,
letrados y analfabetos, pobres y ricos- para
crear un planeta en paz y armonía, al que cada cual,
desde su sitio, haya aprendido a amar serenamente.