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General: CUENTOS DE NAVIDAD: PEQUEÑA BIBI
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De: GRACIELALL  (Mensaje original) Enviado: 21/12/2009 17:46
CUENTOS DE NAVIDAD: PEQUEÑA BIBI

                                   

Pequeña Bibi
Cuento de Navidad de Enrique Arenz

1

 

H

Ya eran las nueve, había bajado la temperatura y la noche se ponía cada vez peor, ahora con truenos y ráfagas de viento. Estos veranos de Mar del Plata... Se sentía deprimida y cansada. Además estaba desabrigada, con su ropita de trabajo, esa minifalda oscura que resaltaba sus piernas largas y blancas en la oscuridad, y la remera sin mangas, con amplio escote que exhibía sus senos apretados y levantados hacia arriba. Era una mujer de 38 años, todavía atractiva para los hombres, aunque se notaba ya en ella los inevitables cambios de la declinación cronológica. A veces se preguntaba cuántos años más podría trabajar antes de tener que comenzar a regalarse.

En eso observó los faros de un automóvil que había disminuido la velocidad en la bocacalle y se acercaba lentamente al cordón de la vereda. Se detuvo frente a ella. Un hombre bastante mayor pero de buen aspecto abrió la puerta de la derecha y la llamó.

—Subí —la invitó cortésmente—, te estás mojando...

—Gracias –contestó la chica con una encantadora sonrisa. Subió rápidamente al automóvil, pero dejó la puerta entreabierta.

—¿Estás trabajando? —le preguntó el hombre.

—Ajá —contestó ella—. ¿Querés divertirte un rato?

—¿Cuánto cobrás?

—Según..., normal, treinta pesos, más el hotel. Ahora, si querés otra cosa te puede salir hasta cincuenta... eso sí, nada raro, eh, no hago sadomasoquismo ni esas cosas...

—Me parece razonable, pero te quiero proponer algo diferente. Cerrá la puerta que entra el agua, no seas desconfiada.

—Bueno, pero no arranques hasta que hayamos convenido algo.

—Está bien. Mirá, hoy es Nochebuena, yo estoy solo y me siento muy descorazonado. Necesito pasar la noche con alguien, porque si me quedo solo, yo sé que... pero, en concreto, te ofrezco que vengas a mi casa y te quedes conmigo toda la noche. Vamos a cenar y a beber champán francés, ¿qué opinás?

—No voy a casas particulares, únicamente a hoteles...

—Mirá... ¿cómo te llamas...?

—Teresa.

—Yo soy Chiche —le tendió la mano que Teresa estrechó graciosamente—. Mirá Teresa, necesito pasar esta Nochebuena con alguien, y tiene que ser en mi casa porque los hoteles me ponen mal.

—No sé...

—Te ofrezco doscientos pesos.

La oferta era demasiado tentadora. Nadie pagaba tanto dinero por una chica levantada en la calle. Y ella estaba ahora lejos de ser una hetera de categoría, aunque lo había sido cuando muy jovencita se inició con una agencia especializada en esos negocios. Tenía estudios secundarios completos y hablaba inglés e italiano. En una palabra, había sido una "acompañante" con clase, ideal para ejecutivos y hombres de mundo, aunque ahora sus clientes de menor rango no valoraban esas condiciones.

—Está bien, si ese es tu gusto. Pero me tenés que pagar por adelantado.

Chiche sacó su billetera y le dio dos billetes de cien pesos que ella guardó en su cartera. El lujoso vehículo se puso silenciosamente en movimiento y partió a prudente velocidad bajo cataratas de agua que apenas podía despejar el ajetreado limpiaparabrisas.

Teresa había observado cuidadosamente al conductor mientras la luz interior estuvo encendida: usaba ropa informal de buena calidad, zapatos caros y un Rolex de oro; tenía el pelo canoso, más bien largo y abundante, con una calva no muy pronunciada, sus gestos eran suaves, y su mirada, franca, con un toque de melancolía. La vasta experiencia de Teresa en materia de hombres le indicó que su nuevo cliente era una persona correcta y bien educada, con una sólida posición económica. Se reclinó en la confortable butaca y se sintió relajada y contenta. La noche estaba salvada.

2

Durante el trayecto Chiche le informó que su casa quedaba en Parque Luro, que era viudo, que vivía solo y que no tenía hijos ni otros familiares en Mar del Plata.

El hombre caía por momentos en un cerrado mutismo, pero Teresa, que en sus épocas juveniles había recibido adiestramiento para el trato con clientes importantes, supo sortear los silencios y animar la conversación hasta que llegaron a la casa, un chalet de dos plantas con enormes rejas perimetrales y grandes arboledas cuyas negras e inestables siluetas se recortaban sobre el cielo centelleante. Chiche abrió el portón del garaje por control remoto e ingresaron en la casa.

En el amplio y lujosamente amueblado comedor estaba la mesa servida, con un solo cubierto y varias fuentes con fiambres y comidas frías que —le explicó Chiche— le había dejado preparada su empleada doméstica antes de irse. "Ya pongo otro cubierto". Teresa se sintió un poco cohibida. Tenía frío y su ropa se había humedecido. Chiche lo advirtió enseguida:

—Teresa, te propongo que te des una ducha caliente y te cambies de ropa. Te vas a sentir mejor.

—Lo de la ducha me parece excelente, pero ¿qué ropa...? —comentó ella.

—Ahora te llevo al vestidor de mi esposa y elegís el vestido que más te guste. Creo que tenés el mismo talle que Isabel, vení conmigo.

No le dio tiempo a responder, la tomó de la mano y la hizo subir a la planta alta por una amplia escalera semicircular. La condujo hasta el dormitorio principal y le mostró el cuarto de vestir. "Ponete lo que quieras. Ahí está el baño; no hay ningún apuro, yo ahora voy a la cocina a calentar la comida y preparar el balde con hielo para el champán".

Teresa se sintió reconfortada con la ducha caliente. Eligió un elegante vestido largo color salmón. Le resultaba extraño que Chiche le ofreciera usar ropa de su esposa difunta, pero sabía que en materia de rarezas y fantasías a los hombres nunca se los termina de conocer. Retocó su peinado sencillo, y con los cosméticos que llevaba en su cartera se maquilló someramente y se pintó los labios.

Cuando bajaba, vio que Chiche se había quedado mirándola con admiración.

—Estás preciosa —le dijo tendiéndole la mano para ayudarla a bajar los últimos escalones.

—Gracias, sos un caballero.

—La cena está a punto. Sentémonos a festejar nuestra Nochebuena.

Comenzaron a cenar en silencio. Primero los platos fríos y después unos exquisitos sorrentinos con salsa de caviar y centolla. Como única bebida, Champagne Pommery. Brindaron, se dijeron feliz Navidad y otras formalidades, pero la conversación no arrancaba. Chiche la miraba cada tanto sin saber qué decir. Teresa tomó la iniciativa. Elogió la cena, la vajilla y el buen gusto de la alfombra y los cortinados. Luego le preguntó:

—¿Cuánto hace que vivís solo?

—Desde que falleció Isabel.

—¿Hace mucho?

—Poco más de un mes.

—¡Un mes...! ¿Tan reciente? —exclamó Teresa sobresaltada.

—Murió en un accidente automovilístico, en la ruta 226. Falleció en el acto. Yo todavía no he podido asimilarlo... Tenía tan sólo cincuenta y cuatro años.

—Lo lamento, pensé que... No sé qué decir...

—No te preocupes, no te sientas incómoda. No me afecta hablar de eso.

—Creo... que no debí ponerme su ropa —murmuró Teresa turbada—; tal vez sería mejor que me cambie...

—No, m’hija, no. Mirá, tengo que ser honesto con vos. Esta noche estaba desesperado. No podía pasar esta primera Nochebuena sin ella. Cuando empezó a llover me sentí tan mal (es que a ella le encantaba la lluvia) que salí con el auto sin saber adónde ir. Tenía negras ideas en la cabeza. Cuando pasé por Jujuy... (si me preguntás por qué, no lo sé, fijate que nunca voy por ahí), y te vi tan solita y desprotegida, me pareció... qué sé yo, como si me estuvieras esperando bajo la lluvia. Sos parecida a Isabel, ¿sabés?, salvando la diferencia de edad, claro. Por eso te invité a venir conmigo. Fue un impulso, para nada premeditado.

—¿Y me ofreciste la ropa de tu esposa para que me asemejara más a ella?–. Teresa experimentó cierta aprehensión. Bebió rápidamente un trago de champaña.

—No expresamente, aunque la idea no me desagradó. Mi esposa era alta y morena como vos. También tenía el pelo corto y lacio y sus piernas eran largas y esbeltas como las tuyas. Bueno —rió—, en realidad siempre me gustaron las mujeres de ese tipo, así qué... Decía Ortega que los hombres son fieles no a una mujer sino a un tipo de mujer. Puede ser...

Estudios sobre el amor, de Ortega y Gasset, ¡lo leí! —exclamó Teresa dando un saltito aniñado, orgullosa de demostrar sus buenas lecturas.

—¡Pero muy bien! —la elogió Chiche sorprendido—; entonces sabés de lo que hablo.

—Hace tan poco tiempo... No creo que esto esté bien, no sé...

—Por favor, Teresa, no te preocupes. Sólo deseo beber y conversar con vos. No soy un desequilibrado, sé que no sos Isabel, pero tener en mi casa a una mujer joven que se le parece me hace sentir bien.

—Bueno —comentó Teresa con un suspiro—, si eso te complace... ¿Por qué no me hablás un poquito de tu vida?

—Soy abogado, especializado en Derecho Marítimo, tengo un estudio en Necochea con muy buenos clientes y mi vida está totalmente ocupada con esa actividad.

—Me dijiste que no tenías hijos.

Chiche se puso serio. Demoró en contestar.

—No tuvimos hijos con Isabel..., pero tengo dos hijos grandes, de una pareja anterior. Pero no los veo desde hace muchos años. No están en el país.

—¿Varones?

—Un varón y una mujer..., pero no quiero hablar de ellos.

—¿Sos de Mar del Plata?

—No, estoy radicado aquí desde hace veinte años. Es como si fuera marplatense. ¿Y vos?

—Yo tampoco soy de acá. Estuve viviendo muchos años en Buenos Aires.

—Contame sobre tu vida —se interesó Chiche. (Ya habían terminado de cenar)—; pero esperá, ayudame a levantar la mesa y nos sentamos en la sala para charlar tranquilos mientras nos bajamos otra botellita y comemos unos bombones.

Llevaron los trastos a la cocina. Bromearon sobre las funciones domésticas que ahora les hacían hacer a los hombres, y por primera vez los dos rieron a carcajadas cuando él contó unos chistes machistas que había leído en Ámbito Financiero. Estaban ya bastante achispados y se mostraban muy sueltos y divertidos.

3

—Mirá, sobre mi vida no hay mucho que decir —comenzó a contar Teresa cuando se sentaron en los confortable sillones de la sala—, me inicié en esto muy joven, a los dieciséis años, y no he hecho otra cosa en mi vida.

—Pero has estudiado, se nota en tu manera de hablar...

—Me recibí de bachiller y estudié idiomas.

—Mirá vos, ¿y no se te ocurrió seguir alguna carrera...?

—¡Ah, ya lo creo! —Teresa se tomó la cabeza con sus dos manos y comenzó a reír—, quería ser modelo, ¿qué te parece? Malas compañías, qué sé yo, me halagaban, me decían que tenía el cuerpo ideal para la pasarela, que mi futuro estaba en eso.

—¿Y tus padres? —preguntó Chiche mientras llenaba nuevamente las copas.

—Mamá —corrigió Teresa poniéndose seria—; porque mi padre nos abandonó cuando yo tenía cuatro años. Por supuesto que ella se opuso. Nos peleamos, yo me escapé de casa y me fui sola a la Capital. Y... no la vi más.

Teresa se emocionó ligeramente al recordar ese penoso episodio de su pasado.

—¿Y pudiste trabajar como modelo?

Teresa rió a carcajadas.

—Eso me prometieron, pero había que hacer experiencia, dijeron, empezar a tratar a gente importante. En fin, te lo resumo: terminé acostándome con un millonario que no sé cuánto le pagó a la agencia porque yo todavía era virgen. Lo peor es que de esa transacción no vi un mango. Pero después sí, comencé a ganar bien trabajando en las convenciones internacionales. Cuando cumplí los dieciocho años me independicé y trabajé en un par de hoteles de cinco estrellas con buena clientela. Hasta pude hacer algunos viajes al exterior acompañando a importantes ejecutivos norteamericanos. Te digo, el trabajo me gustó. En ese nivel te tratan muy bien. Además, una tiene cierta inclinación natural también para esta profesión, no te creas. No me gusta ser hipócrita y hacerme la víctima. Es verdad que ahora se me ha ido la juventud y me siento preocupada por mi futuro. Pero cuando sos joven y tenés buenos ingresos, no te parece tan desagradable.

Chiche se había quedado mirándola con curiosidad. Le preguntó:

—¿Nunca te enamoraste?

—Un par de veces, pero... un desastre. Los dos quisieron explotarme. Y eso sí, habré cometido errores, pero nunca me dejé cafishear por nadie.

—Hiciste bien. Y decime, ¿no has extrañado... a tu familia?

Teresa hizo un gesto de indiferencia, se encogió de hombros y bebió un largo trago de champaña.

—Qué rico es este champán, hacía años que no lo tomaba...

Chiche insistió:

—Eras muy jovencita, ¡dieciséis años! No me digas que no extrañaste a tu mamá. ¿Tenés hermanos?

Ella permaneció callada, con la mirada como perdida en la distancia. Pero enseguida clavó los ojos en Chiche y le dijo con cierta brusquedad:

—Vos no querés hablar de tus hijos; yo no quiero hablar de mi familia.

—Está bien, Teresa, ningún problema...

Los dos se quedaron pensativos unos minutos. Luego hablaron animadamente sobre viajes; hasta que ella, luego de un corto silencio, sonrió, se levantó del sillón y se paró frente a Chiche, tomó sus manos y le dijo con su mejor dulzura profesional:

—¿Qué te parece si nos vamos a la cama?

Chiche, algo turbado, se incorporó, besó las manos de Teresa, apoyó cariñosamente sobre ellas su mejilla y le dijo con exquisita suavidad:

—No quiero que te ofendas, mi amor, pero... no deseo tener sexo con vos. Sólo quiero tu compañía hasta que la Nochebuena se disuelva en el amanecer.

Teresa lo miró desconcertada.

—¿En serio...? —atinó a decir con una sonrisa incrédula.

—Decime que no te ofendés, por favor.

—¿Cómo me voy a ofender, Chiche? Al contrario, me parece que te estoy robando tu dinero.

—Para mí es muy valiosa tu compañía —Chiche la miró a los ojos como implorando su comprensión—. Mirá... no sé si te lo podría explicar; digamos que es... como si prolongaras mi vida. Te ruego que sigamos charlando. Por favor...

Teresa contaba con una armadura profesional que la protegía de los efluvios emocionales de sus clientes. Pero esta vez la coraza fue vulnerable y ella no pudo evitar conmoverse, primero, al observar un mohín en el rostro de Chiche, que sin razón alguna (aunque más tarde recordaría ese momento y lo entendería), le hizo vibrar una misteriosa cuerda en su sensibilidad; y luego, ante el desconsuelo que había entrevisto en lo profundo de esa mirada triste. Le sonrió con benevolencia y le dijo:

—Bueno, como gustes, Chiche, pero... servime otra copa.

abía comenzado a llover. La mujer se arrimó a la pared de la ochava buscando el reparo del pequeño alero de la esquina. Un auto venía por la calle Jujuy. Cuando cruzó 3 de Febrero, ella inclinó la cabeza y miró con fijeza al conductor, pero éste, al igual que todos esa noche, siguió su camino. Fue una estupidez salir a trabajar en Nochebuena. ¿A quién se le ocurre?

 

                     

 

     

C




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Respuesta  Mensaje 2 de 2 en el tema 
De: GRACIELALL Enviado: 21/12/2009 17:46

                                   

4

Reanimado, Chiche le propuso ir a sentarse en la mecedora del jardín de invierno para disfrutar de la tormenta en toda su magnificencia. Cuando entraron en el amplio cobertizo con mamparas vidriadas circulares y techo de chapas traslúcidas, el estallido de la lluvia torrencial hizo estremecer a Teresa. Chiche mantuvo las luces apagadas para contemplar la danza fulgurante de las descargas eléctricas. Sólo se filtraba un tenue reflejo desde la sala.

—Cada vez que llovía veníamos aquí con Isabel. Le encantaba oír la lluvia sobre las chapas...

—A mí me da un poco de miedo, pero en tu compañía está todo bien.

—¡Qué Nochebuena borrascosa! Contame Teresa, ¿qué recuerdos tenés de las Navidades de tu infancia?

Teresa sonrió con dulzura.

—Me acuerdo de mi casa, en Rosario...

—¿Rosario, sos de Rosario?

—Sí, ¿no te lo había dicho?

—No, pero yo también nací en Rosario.

—Pero mirá qué casualidad, bueno, te digo que en Mar del Plata hay más rosarinos que marplatenses nativos. Como te decía, en casa mamá armaba el arbolito y compraba regalitos para mi hermano y para mí. (Ah, no te dije que tengo un hermano menor). Pobre mamá, tuvo que hacerse cargo de nosotros cuando papá se borró.

—¿Los abandonó por algún motivo...?

—Mirá, nunca supe lo que pasó, creo que hubo otra mujer. O una pelea grande con mamá, no sé. Se las picó y no lo vimos más.

—¿Y tu mamá?

—Terminó sola, pobrecita. Yo me disgusté con ella por el asunto de la agencia, me fui de casa y no volví más. Mi hermano se fue a trabajar a Canadá. Allí se casó y se afincó definitivamente. Lo vi en dos ocasiones, cuando pude viajar. Pero él no regresó nunca. Mamá enfermó y falleció en un hospital. Es una culpa grande que tengo; cuando me enteré, ya hacía meses que la habían enterrado.

Por un instante sólo se oyó la tormenta. Teresa se cubrió el rostro con las manos y sollozó en silencio. Se secó los ojos enseguida y continuó:

—Cuando le dije que quería irme a Buenos Aires para ser modelo le di el peor disgusto de su vida. Ella había conocido ese ambiente... No quise escucharla, o ella no supo hacérmelo entender, no sé. La verdad es que terminé... como ella sabía que podía terminar... Por eso no quise volver nunca, no quería que supiera... que se avergonzara de mí.

Se largó a llorar nuevamente, esta vez con gran sentimiento. Chiche la abrazó tiernamente.

—No, tu mamá no se habría avergonzado de vos. Te hubiera aconsejado cambiar de vida, eso sí, pero seguramente te habría comprendido.

—No sé, era muy buena, y yo le fallé. En realidad le fallamos todos, papá, yo y mi hermano que se fue del país, aunque, claro, él hizo una importante carrera como ingeniero y aquí no tenía oportunidades.

—¿Y de tu viejo... supiste algo?

—Estando en Buenos Aires me enteré de que me andaba buscando. Huí despavorida a Brasil para que no me encontrara. ¿Cómo le iba a decir que me dedicaba a la prostitución?

—¿De qué se ocupaba tu papá?

—Cuando vivíamos juntos estudiaba en la Universidad del Litoral, era muy joven. Mamá lo bancaba, laburaba como loca para ayudarlo. Fue muy cretino con ella.

—¿Tuviste alguna vez la intención de reconciliarte con tu mamá?

—Sí; como yo ganaba entonces mucho dinero, me propuse trabajar algunos años y luego poner una casa de modas o algo así. Entonces iría a buscar a mamá para que viviera conmigo. Tenía siempre esa idea en la cabeza. Quería que se sintiera orgullosa de su hija. Pero todo fue una ilusión. El dinero en ese ambiente se va igual que como llega. Fueron pasando los años y llegó un momento en que ya casi no ganaba ni para pagar el alquiler de mi departamento. Fue entonces cuando me vine a Mar del Plata. Pero ahora hay meses en que apenas si saco para pagar una pensión de mala muerte.

Otra vez la lluvia y los truenos fueron los únicos sonidos del cobertizo. Bebieron champaña sin hablar.

 5

 

Chiche miró el cuadrante luminoso de su reloj. Acarició suavemente el cabello de Teresa y le preguntó:

—¿Sos creyente?

Teresa hizo un gesto de indiferencia.

—Era creyente, sí. Pero ahora... qué sé yo...

—Mirá, faltan diez minutos para la Navidad. ¿Nunca creíste en los milagros de Navidad?

La muchacha recuperó su sonrisa diáfana. Comentó que recordaba los relatos navideños de su madre. Siempre le contaba sobre algún ángel que ayudaba a la gente buena en Navidad.

—Me he vuelto tan escéptica que ya no creo en nada —dijo sin amargura—, pero me parece hermoso que en Navidad se esperen cosas mágicas. Hace tanto que no vivo una Navidad feliz, con reminiscencias de las ilusiones infantiles.

—Te propongo que lo hagamos ahora, que nos dispongamos a esperar un milagro cuando den las doce. ¿Quién te dice...?

Ella rió complacida.

—¿Qué podemos perder? —comentó.

—Bien —dijo Chiche—, vamos a llenar las copas para brindar justo a las doce. Mientras tanto cerremos los ojos y pidamos a Dios que nos conceda un milagro de Navidad, cualquiera, algo que cambie nuestras vidas, sobre todo la tuya, Teresa, que sos joven y merecés un lindo futuro. Y a mí que me ayude a superar mi soledad... y me devuelva la capacidad de soñar y mirar hacia adelante. ¿Qué te parece?

—Aceptado —dijo Teresa con entusiasmo. Abrazó y besó a Chiche en la mejilla—; yo voy a pedir por vos, y vos hacelo por mí.

Se tomaron de las manos y cerraron los ojos.

Estuvieron en silencio algunos minutos. La lluvia amainaba y los relámpagos eran cada vez más débiles y espaciados. Chiche quería concentrarse en alguna plegaria, en alguna expresión de súplica al Creador (tan ausente últimamente de su corazón) y llegar con su recogimiento a la cuna de Belén, fuente para los cristianos de toda esperanza posible. Intentó ensimismarse, pero no pudo hacerlo porque algo lo distrajo. Tenía tomada la mano izquierda de Teresa y una singular aspereza metálica le había llamado la atención. Un anillo, claro..., con un extraño relieve, una forma de múltiples puntas que le causó una rara sensación, como si olvidados sucesos de su infancia emergieran de pronto para agolparse confusa y ruidosamente en su conciencia. Abrió los ojos para observar la alhaja, pero estaba oscuro.

—¿Qué es este anillo? —le preguntó a Teresa.

Ella abrió los ojos con extrañeza.

—¿Éste? Era de mamá, me lo regaló justamente una Navidad en que no tenía dinero para comprarme otra cosa. Es muy bonito. Tiene un crucifijo de oro en el centro, rodeado por una corona de olivos tallada en platino, es una rareza.

La descripción sobresaltó a chiche. Encendió la luz de un velador y acercó ansiosamente la mano de Teresa a sus ojos. Se puso pálido. Miró a Teresa a los ojos y se quedó inmóvil.

—¿Qué pasa? —preguntó ella alarmada.

—¿Tu mamá te dio este anillo?

—Sí, mamá, como te lo acabo de decir...

—Entonces, tu mamá era... ¡Dios mío...! ¿Elvira Rodríguez? —preguntó Chiche con voz temblorosa.

Teresa se puso de pie de un salto.

—S... sí..., ¿la conociste?

—Y tu padre se llama... Arturo Radaelli.

—S...sí —contestó atemorizada Teresa.

—Entonces, vos sos... Adriana, ¡Adriana Teresa Radaelli!

—¿Cómo sabés... todo eso?—. Teresa retrocedió asustada.

Chiche quedó mudo mirándola, paralizado y tembloroso. Por fin pronunció, con voz casi inaudible, velada por la emoción, tres palabras de resonancia desgarradora:

—Mi pequeña Bibi...

Teresa experimentó un fuerte sacudimiento. ¿Dónde había escuchado antes esas palabras? Le resultaban tan emotivamente familiares como ese gesto de Chiche, fugaz y casi imperceptible, que la sorprendiera minutos antes y que ahora había vuelto a dibujarse en su rostro. Permaneció callada, con el corazón acelerado. Él continuó:

—Soy... soy Arturo Radaelli, ¡tu padre!

Teresa no atinó a decir palabra. Quedó inmóvil, mirándolo fijamente, con el entrecejo contraído y los ojos desmesuradamente inquisidores. El antiguo reloj de pie de la sala comenzó a dar las primeras campanadas de la medianoche y desde la calle se oyeron bocinazos y petardos.

—Hija, esto es extraordinario, son las doce, se ha producido el milagro de Navidad que pedimos. Nos hemos vuelto a encontrar después de... ¡treinta y cuatro años!

—No, eso no puede ser verdad —murmuró Teresa.

—Sí, sí, soy tu padre. ¿Quién otro te ha llamado "mi pequeña Bibi"?

Adriana se conmovió al oír nuevamente ese tierno apodo, ahora con nítidas remembranzas de su casi olvidada niñez. Dos lágrimas bajaron por sus mejillas.

—Mirá, me hiciste llorar cuando recordaste que me llamabas "mi pequeña Bibi". Nunca, nunca nadie había vuelto a llamarme así. Yo ya lo había olvidado. No sé qué decir... me resulta difícil reconocerlo, pero sos mi papá, no hay dudas. ¿Podés explicarme cómo lo supiste?

—Ese anillo. Yo se lo regalé a tu mamá cuando vivíamos juntos. Era una reliquia de mi familia. Había sido de mi abuela. Yo de chico solía jugar con él cuando estaba en sus brazos, por eso me produjo una fuerte evocación cuando mis dedos lo rozaron, no puede haber otro igual.

—¡Dios mío, no lo uso casi nunca porque me engancho la ropa con las puntas! ¿Cómo se me ocurrió ponérmelo hoy?

—Por la misma misteriosa razón por la cual yo pasé esta noche por la calle Jujuy... Esto no puede ser casual.

—Es... es increíble—. Ella lo miraba confundida, con una mueca doliente. Sus ojos enrojecidos, cargados de sorpresa y desconcierto, se fueron endureciendo. Finalmente le reprochó amargamente entre sollozos—: No te veo desde que te fuiste de casa. Te esperaba día tras día, y mamá que me engañaba para consolarme y me decía: "papi va a venir la próxima semana, el otro día me escribió y dijo que te quiere mucho y te extraña". Así pasaron los meses y los años. "Ya va a venir, ya va a venir" ¡Cuánto rencor te he guardado por eso!

—Cometí un error. Un gravísimo error. No vale la pena que te lo cuente ahora, ya lo vas a saber todo. Solamente te pido perdón. Mirá, Bibi, lo pasé muy mal. Cuando supe que tu mamá había fallecido te busqué, pero me dijeron que estabas fuera del país, como tu hermano. Apenas pude organizar mi vida con la pobre Isabel hace once años. Y la perdí. Mi vida estaba destruida. Qué increíble, tengo dinero, una carrera importante, y sin embargo estaba pensando en matarme. Sí, eso pensaba hacer esta noche. Hasta que te vi en esa esquina... tan parecida a Isabel; pero esperá... no, ahora me doy cuenta de que sos igual a tu madre. Claro, Isabel también se parecía a ella.

Hubo un minuto de silencio en que los dos se miraron sin saber qué hacer. Arturo, desbordado por la emoción, continuó:

—Bibi, mirá, ya no llueve. Tu madre e Isabel han tenido mucho que ver en todo esto. Ellas han sido los ángeles de nuestra Navidad. Quiero que me perdones por todo lo que te hice y te vengas a vivir conmigo. No te va a faltar nada y vas a poder empezar una nueva vida.

Adriana vio en los ojos llenos de lágrimas de su padre el caudal acumulado de todo el amor que le había faltado en su vida. Se quedó mirándolo en silencio, indecisa, temblorosa, hondamente conmovida, convulsionados su corazón y sus recuerdos por la contradicción entre su necesidad de amor y su largo resentimiento.

Pero la furia de la tormenta se había diluido con los primeros minutos del nuevo día. ¡Era Navidad!

Entonces la pequeña Bibi, con sus cuatro añitos, se lanzó a los brazos de ese hombre que tres horas antes la había levantado de la calle, y que ahora, por un milagro de la Navidad, era el papá que regresaba, como se lo había prometido tantas veces su madre.

© Enrique Arenz, 2001

                     

 


    


 
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