De aquí al año 2030, el calentamiento global habrá sido de por lo menos un grado centígrado, y las sequías y otras alegrías climáticas resultantes pondrán en jaque las cosechas de las que dependen miles de millones de personas sobre todo en los países más pobres. El sur de África y el sur de Asia serán infiernos de hambre. A no ser que se empiece a hacer algo desde ahora mismo.
Estas son las conclusiones de un estudio que publica esta semana la revista «Science». Sus autores, un grupo de investigadores de la Universidad de Stanford, en California, han dibujado un mapa del hambre que les ha salido casi todo negro y amarillo. Banderitas trágicas ondean sobre los países africanos de Angola, Botswana, Lesotho, Malawi, Mozambique, Namibia, Sudáfrica, Suazilandia, Zambia y Zimbabue. Todos ellos perderán un 30 por ciento de sus cosecha de maíz, que es la base principal, no ya de la economía, sino de la alimentación local. En Asia se teme la merma de un 5 por ciento de las cosechas de arroz, maíz y mijo sobre todo en la India, en Pakistán, en Nepal y en Sri Lanka.
Cuantificar el riesgo
Para cuantificar el riesgo se ha evaluado no sólo la fragilidad de un cultivo concreto frente al cambio climático, sino también el protagonismo de este cultivo en la alimentación y la mayor o menor capacidad de reacción ante el problema. Aunque los autores del estudio manifiestan dudas sobre si poner el énfasis en los casos más dramáticos o en los casos más representativos de la media -el cambio climático afectará a la agricultura de todo el mundo, incluida la de aquí al lado-, parece obvio que al final se han decantado por la primera opción. Por pegar el susto primero y matizar después.
Y hay matices curiosos: por ejemplo, en algunas partes de China demasiado frías para según qué cultivos el calentamiento global puede ser, a corto plazo, una bendición. Pero lo que este análisis subraya es que en cualquier caso hay que dejar de jugar a la ruleta rusa con la agricultura. Hay que dejar de ser pasivos y empezar a tomar la iniciativa, global y racionalmente.
La elección de 2030 como horizonte de referencia no es casual: corresponde al período mínimo para apreciar resultados de un cambio de política que se adoptara ahora. ¿Y quién tiene que adoptarlo? Esa es la madre del cordero, por supuesto.
Diversificar las cosechas
Algunos cambios son obvios y casi fáciles de llevar a cabo: diversificar en la medida de lo posible las cosechas, depender menos masivamente de cultivos como el maíz o el arroz (o hasta el trigo), que protagonizan una explosiva paradoja. Por un lado, constituyen el alimento principal de una mayoría de la población mundial. Por el otro, son mucho más vulnerables que otros al cambio climático.
A veces no hará falta ni cambiar de planta, bastará con sembrar un poco antes o un poco después. Otras veces habrá que recurrir a medidas mucho más drásticas y, por supuesto, mucho más caras. Decisiones que sólo están al alcance de los gobiernos y de la comunidad internacional.
Esta tiene que estar muy vigilante para evitar barbaridades como la que, por ejemplo, se ha hecho en Suazilandia, un país de riesgo donde el Gobierno ha impulsado una diversificación agrícola que muchos expertos consideran suicida: dejan de sembrar comida para cultivar biocombustibles que se venden de maravilla a Occidente, pero que quitan el pan de la boca a mucha gente.
Una visión global sensata
Es difícil controlar estas cosas sin una autoridad mundial efectiva. Pero sí se puede intentar encauzar en la buena dirección la ayuda pública internacional y las donaciones privadas, apuntalar una visión global más sensata que salve a algunos, si no a todos. Leyendo el estudio de Stanford a uno le asalta la sospecha (aunque el texto no lo dice abiertamente nunca) de si estos investigadores no habrán comprendido ya que esos países no tienen salvación. Y que les va a tocar hacer de mártires de las hambrunas para que todas las demás naciones aprendan la lección y «se pongan las pilas» a tiempo.
Presentado por:_Casimirocordobés