La mendiga bajaba siempre a la misma hora y se situaba siempre en el mismo tramo de escalinata, con la misma enigmática expresión de filosofo del siglo diecinueve. Como era habitual, colocaba frente a ella su platillo de porcelana de Sevre pero no pedía nada a los viandantes. Tampoco tocaba quena ni violín, o sea que no desafinaba brutalmente como los otros mendigos de la zona. A veces abría su bolsón de lona remendada y extraía algún libro de Holderlin o de Kierkegaard o de Hegel y se concentraba en su lectura sin gafas. Curiosamente, los que pasaban le iban dejando monedas o billetes y hasta algún cheque al portador, no se sabe si en reconocimiento a su afinado silencio o sencillamente porque comprendían que la pobre se había equivocado de época.
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