El castigo del orgullo
LEYENDA ESLOVACA
En el palacio del rey Miroslav se notaba inusitada agitación.
Infinidad de pintores de todas partes del mundo habían acudido llamados por el soberano con el fin de hacer su retrato.
El joven monarca, apuesto y gallardo, se había propuesto contraer matrimonio, y entre los numerosos retratos de princesas y nobles doncellas de todos los países del mundo que acababa de recibir,
había uno que le había llamado poderosamente la atención,
inundando su corazón de un amor sin límites hacia el original de la pintura, y decidiendo que aquella beldad sin par había de ocupar
con él el trono.
Esta fue, pues, la causa de que convocara a aquella reunión de
pintores, al objeto de elegir entre ellos el que había de dibujar su
imagen para enviarla a la princesa de la que se había prendado,
con un pliego escrito de su puño y letra en el que haría la petición
de mano.
Cuando todos los artistas estuvieron reunidos, el joven monarca les dirigió la palabra, expresándose de este modo:
- Mis queridos amigos, os he llamado para que cada uno de vosotros haga mi retrato. He de advertimos, empero, que no me agradará que
me lisonjeéis con vuestros pinceles. Prefiero que me pintéis sin favorecerme en absoluto, al objeto de que la que ha de ser mi esposa
no sufra decepción alguna cuando me vea en carne y hueso.
- Procuraremos - respondió el más anciano de los artistas - que
nuestra obra se ajuste estrictamente a la realidad.
Algunas semanas más tarde, varios retratos del rey fueron expuestos
en la mayor de las salas del palacio real.
El propio soberano, rodeado de sus cortesanos, fue a examinar las pinturas para elegir la más apropiada para enviar a su amada.
- Me temo - dijo uno de los cortesanos - que ninguno de estos manchalienzos ha conseguido estampar en la tela toda la magnitud
de vuestra sin par y real belleza, Majestad.
- Esas son las instrucciones que recibieron respondió el monarca.
Eligió el soberano el retrato que menos le favorecía y, después de haberle hecho encuadrar en un marco de oro cuajado de perlas,
despidió a sus cortesanos, que se pusieron en marcha hacia el reino
en que residía la princesa, cargados a rebosar de regalos para ella y
para su padre, así como llevando también la petición de mano.
Con justificable ansia esperó el joven monarca la vuelta de los comisionados.
Tres semanas después, efectuaron éstos el regreso a la corte, pero
con rostros tan larguiruchos, con expresión tan triste, que el rey Miroslav no tuvo necesidad de preguntar para adivinar cuál había
sido el resultado de su gestión.
- Majestad - dijo el más anciano de los comisionados, - la ofensa
que se os ha inferido en nuestras personas ha sido tan grande, tan inaudita, que temo provocar vuestra justa cólera si os refiero todo cuanto ha sucedido.
- Habla sin temor - respondió Miroslav, estremeciéndose.
- La recepción que nos tributó el rey y la corte cuando llegamos con nuestra embajada fue verdaderamente grandiosa. Todos mostraron sinceramente su alegría al enterarse de que habías elegido a la
princesa Krasomila para que compartiese con vos el trono real.
A la mañana siguiente nos presentamos a la princesa para rendirle
nuestros homenajes, y como hasta el día de la fecha ningún mortal puede vanagloriarse de haber tocado su mano, a nosotros no nos
fue concedido tampoco tan elevado honor, contentándonos con
besar con unción la orla de su túnica.
"Presentámosle, entonces, el retrato de Vuestra Majestad, y,
después de haberlo mirando un instante, nos lo devolvió replicando
textualmente: "-Decid a vuestro soberano que no es digno de atar
la correa de uno de mis zapatos.
"La humillación nos produjo el efecto que podéis suponer.
La sangre nos hervía de indignación y de cólera ante tamaña
ofensa.
El anciano rey, a quien comunicamos la conducta incalificable
de su hija, nos rogó que no divulgáramos su comportamiento, añadiendo que el carácter de Krasomila le hacía sufrir enormemente;
no obstante, nos declaró que tal vez consiguiera que se arreglaran
las cosas y que ella diera su consentimiento para vuestro enlace.
- ¿Qué respondisteis entonces?
- Nada. Después de deliberar, decidimos que no podía ser una
buena madre para sus súbditos con su orgulloso carácter y
emprendimos el regreso para comunicamos lo sucedido.
- Habéis obrado prudentemente - dijo el rey Miroslav. - Estoy plenamente satisfecho de vuestra conducta. Yo me encargaré de
lo demás.
Las mejillas del soberano ardían por la ira que le produjo el desmesurado orgullo de Krasomila. Durante largo rato estuvo
pensativo, sin saber qué hacer; pero, finalmente, su sutil ingenio
le deparó una idea que decidió poner en práctica sin perder un momento.
Hizo llamar entonces a su anciano consejero y le participó su plan,
que fue aprobado en el acto por el juicioso cortesano.
Al día siguiente notábase extraordinaria animación en el palacio
con motivo de la partida del rey. Antes de salir de sus dominios,
el soberano confió las riendas del gobierno a sus consejeros, bajo
la dirección del más anciano de todos ellos, en quien tenía plena confianza.
Tres días después, cuando llegó a los confines de su reino, ordenó
a su séquito que regresara a palacio, y él, provisto de escasa
cantidad de dinero y sin más ropas que las puestas, prosiguió solo
su camino.
Era un hermoso día primaveral. La princesa Krasomila paseábase
lentamente por el jardín de su palacio. Era hermosa sobre toda
ponderación, bella como una diosa, pero su rostro, por lo acerbo
desu carácter, asemejábase a una rosa sin perfume o a un vergel florecido desprovisto del benéfico influjo de los rayos del sol.
Sin embargo, su alma era delicada y sensible, como demostraba las lágrimas que vertía a menudo por las desgracias del prójimo y por
la largueza de las limosnas que siempre prodigaba.
Y, no obstante, no toleraba que ningún mendigo se le acercara, por temor a que pudiera tocarla con su indigna mano.
Infinidad de soberanos habíanle hecho proposiciones de
matrimonio, que ella recibió con menosprecio, manifestando
el desagrado que sus rostros, sus modales, o alguna otra cosa de
sus personas, le producían.
El mismo rey, su padre, tuvo que reprenderla a veces por aquel
orgullo desmesurado, pero ella siempre le respondía serenamente:
- El que quiera llamarse mi esposo, ha de sobresalir por su alcurnia,
su belleza física y moral y por sus cualidades.
Aquel mismo día en que la princesa estaba paseándose por el jardín,
el anciano rey se aproximó a ella y le dijo:
- Hija mía, acabo de tomar a mi servicio un joven a quien he dado
el cargo de primer jardinero, aunque me parece demasiado instruido para ocupar puesto tan humilde. He observado que es tan hábil en floricultura como en las letras y en la música, razón por la cual me
he apresurado a aceptar sus servicios... Me atrevo a asegurar que no
hay en todo nuestro reino quien le aventaje en saber, a pesar de su modesta condición.
La princesa permaneció silenciosa.
- ¿No dices nada? - preguntó el rey.
- Verás, padre mío. Pienso que si es verdad lo que dices, cosa que
no dudo, has obrado con gran acierto. La presencia de un hombre
así es tan valiosa como la posesión de una alhaja. Siendo tan hábil
en la música, y suponiendo que sea un hombre de buenos modales, podría sustituir a mi difunto profesor de arpa. Dile que acuda a
verme en el pabellón de verano.
Dos minutos más tarde, Miroslav comparecía ante la princesa, que
lo recibió en el pabellón.
- Permitidme, graciosa señora, que me incline humildemente ante vuestra radiante belleza. El mismo sol se oculta envidioso ante el
brillo incomparable de vuestros ojos, las rosas se estremecen de
rabia bajo los emparrados y el aire se muestra orgulloso de rodearos
y acariciaros con su fresca brisa.
Al mismo tiempo le dirigió una mirada incendiaria que ruborizó a Krasomila, mientras besaba rendidamente el borde de la túnica de
raso.
La orgullosa doncella desvió la mirada y la fijó en una de las rosas
que se erguía por encima de la ventana del pabellón. Dentro de la
rosa había un niño diminuto, con los ojos vendados y un arco en la mano.
Eros, que así se llamaba el niño, sacó una flecha del carcaj que
colgaba de su hombro, la puso en el arco, y la disparó con tal
acierto que fue a herir a Krasomila en el centro del corazón,
Una sensación dulcísima invadió el pecho de la princesa.
Volvióse hacia el joven, que continuaba arrodillado a sus pies,
y le preguntó con voz amable:
- ¿Cómo os llamáis, apuesto desconocido?
- Miroslav, mi bella soberana - respondió el gallardo mancebo.
- Pues bien, Miroslav, mi padre me ha asegurado que sois un hábil músico, y como yo he tenido que abandonar el aprendizaje del arpa
por el fallecimiento de mi antiguo profesor, os agradecería que lo reemplazaseis, si os creéis capaz de enseñarme el manejo de ese melodioso instrumento.
- Procuraré complacemos y me consideraré dichoso si lo consigo.
La princesa levantó la mano y dióle a entender que la audiencia
había terminado, con lo que Miroslav, después de besarle el borde
de la túnica por segundo vez, le hizo un saludo irreprochable y cortesano, y se marchó.
Durante un buen rato permaneció Krasomila aturdida, sin darse
cuenta de lo que le pasaba. En su cerebro percibía extrañas músicas,
violentos latidos martirizaban dulcemente su corazón, la sangre
circulaba por sus venas con inusitado fuego, las manos le temblaban...
Oyóse de súbito un rumor de pasos y Krasomila hizo un esfuerzo
para reponerse de su ensimismamiento.
Era el rey que se acercaba.
-¿Qué te ha parecido Miroslav, hija mía?
Krasomila se ruborizó levemente y repuso con voz insegura:
- Creo que será un buen profesor. Estoy pensando cuándo
podremos empezar las clases.
El soberano, sin parecer fijarse en el trastorno de su hija, añadió:
- ¡Oh, ese nombre, Miroslav, me recuerda el del rey que despreciaste! Tengo un temor invencible a que me declare la guerra por tu
conducta incalificable para con él. Aquel día, hija mía, cometiste
una falta imperdonable.
Ella respondió impaciente:
- Está bien, papá. Pero ya no hay remedio. No me casaré con ese Miroslav aunque poseyera cien coronas en vez de una.
El rey pensativo se alejó malhumorado.
Al día siguiente empezaron las lecciones. Miroslav era un buen
profesor y tenía en Krasomila una alumna inteligente y aplicada.
A medida que los días transcurrían, la capa de hielo que el orgullo
había formado alrededor del corazón de la princesa se iba
derritiendo lentamente, como bañada por un rayo de sol veraniego.
Sus doncellas murmuraban:
- ¡Qué enorme transformación se ha operado en nuestra dueña!
Antes no había quien se atreviera a tocar su mano y ahora..
Miroslav se la besa cada vez que se despide.
Era el amor que vencía al orgullo.
Ya había transcurrido mucho tiempo desde la llegada de Miroslav, conquistándose el afecto de todos, pero en particular el de la
princesa Krasomila, aunque ésta no quería confesarlo.
Cierto día descendió al jardín y saludó orgullosamente al jardinero mayor; pero no se negó a tomar asiento en un banco del cenador,
sobre el cual formaban un lecho delicioso multitud de flores entrelazadas, que el gallardo Miroslav había hecho tejer para ella durante la noche anterior.
Emprendieron una conversación, durante la cual la orgullosa
princesa le manifestó sus numerosos deseos y órdenes.
Un caso parecido sucedía en la enseñanza.
Había días en que Krasomila se encontraba de mal humor y
mandaba a su criado que despidiera al profesor, diciéndole que
Su Alteza se sentía indispuesta y renunciaba a la clase.
Miroslav, sonriente, se alejaba, pero al poco rato, el sirviente,
alocado, acudía en busca suya, transmitiéndole el deseo de la
princesa de que volviese al pabellón para darle la diaria lección.
Fueron muchos las veces en que, para hacer a Miroslav desarrugar
su fruncido ceño a consecuencia de alguna frase mortificante, ella
le ofrecía su mano para que la estrechara, honor que no había concedido jamás ni a los más altos dignatarios de la corte.
Un atardecer, la princesa, sentada junto a la ventana, tocaba el
arpa. Miroslav, a su lado, contemplaba fascinado el bello rostro
de la hermosa, bañado por la luz del sol poniente que formaba
sobre él un halo áureo.
De pronto, la princesa cesó de tocar y tendió el instrumento a su profesor.
- Tocad vos algo ahora - dijo con voz débil, - yo estoy cansada.
El joven tomó el arpa y dijo:
- Si Vuestra Alteza me lo permite, ejecutaré una melodía que he compuesto en vuestro honor.
- Oigámosla, pues - contestó ella sonriente.
Miroslav empezó a pulsar las cuerdas. Después de una introducción
tan dulce como apasionada, rompió a cantar con voz deliciosamente modulada en la que descubría el acento anhelante de su amor por la princesa.
Krasomila lo escuchaba embelesada, arrobada, fascinada. Parecíale percibir el canto lánguido y delicioso de un ruiseñor que la invitaba
a descansar en un lecho de rosas y jazmines, entre los brazos de su amado.
Del libro: Cuentos de Hadas Bohemios
narrados a los niños por H. C. Granch
Ed. Molino, Buenos Aires - 1944