EL RELOJ DE CUERDA
Por Julián Silva Puentes
JULIÁN SILVA PUENTES (San Gil, Santander, 1980).
Estudiante de derecho de la Universidad Autónoma de Bucaramanga (Unab).
Ésta es su primera publicación.
www.revistanumero.com/49/reloj.html
Si cierro los ojos, alcanzo a ver más allá de la casa. Si cierro los ojos y permanezco dormida, podré soñar en los lugares primarios, elementales y antiguos a los que puedo ir y donde la gente y el entorno son los mismos: pasto, árboles; personas sucias, vestidas con harapos y pieles… Camino y me lastimo. Mis pies se encuentran desnudos pero está bien, decidí no usar zapatos; a donde voy no necesito cubrirme para caminar o correr, puedo volar, elevarme sobre la gente y demás criaturas sin pensar en montañas o extremidades aladas que me impulsen. No obstante, abro los ojos y reparo en la continuidad de la casa solariega y comprendo que me encuentro sola y asustada por los truenos de la tormenta que se ensañan con las superficies viajantes de la carne y el asfalto que transitan por el tiempo, sin detenerse a escuchar los ruegos de los indigentes amparados por su miseria. La ventana está empañada. El vapor de la calle calurosa se levanta por el inclemente sol de los primeros días de enero. Miro la espesa niebla. Sale del suelo y me pregunto si podría flotar en ella, o tal vez tomarla en la mano y encerrarla en una botella con tapa de corcho para que no escape y así verla cada vez que quiera, sin esperar a que la lluvia refresque el suelo o las nubes desciendan en las madrugadas. Quizá podría averiguar todo eso si me decidiera a abrir la puerta o incluso la ventana, pero para ser sincera conmigo misma no lo haré, no saldré de esta casa. Antes, cuando era niña, me preguntaba el porqué del confinamiento. Nunca tuve respuesta aunque jamás la busqué. Sabía que el claustro obedecía al miedo que me dieron siempre todos esos seres blancos y negros que depredan en las calles, esperando para devorar al que parezca más débil y, de seguro, oponga menos resistencia. Tal vez por eso (si en alguna ocasión me lo pregunté) siempre les sentí pavor a las personas. Y mis pobres padres, que intentaron todas las formas posibles para que compartiera con otros niños, nunca tuvieron éxito. Jamás me acerqué o dejé que alguien lo hiciera debido a mi timidez. Padecí tanto de ese terrible mal que todos me creyeron estúpida. Permanecía apartada en un rincón, con la mirada en el piso, sin siquiera mover un solo músculo por el temor de enfurecer a alguien. «Hay que mandarla a un colegio especial», dijeron mis primeros profesores. Pensaron que mi comportamiento obedecía a cierto grado de autismo, un retardo o algo parecido que tenía que ver con algún tipo de defecto dentro de mi cabeza. No obstante, mamá nunca permitió que los maestros dijeran eso; siempre les respondía con llamas en los ojos y palabras de desprecio por su incomprensión y falta de compromiso para con una niña tímida e insegura. Mi padre, por otro lado, no era del mismo parecer. Desde el principio, apenas emergí de la vagina materna, se decepcionó. Siempre quiso un varón que fuera como él e hiciera lo que él. Por eso, no me prestó mayor atención nunca, ni aun en brazos de la mujer que amaba. «Deje que la lleven a un colegio para retrasados», respondía a la negativa de mamá, quien se oponía sin dar margen de discusión sobre el tema y ahí quedaba zanjada la discusión. Ahora los años han pasado y ambos (mamá y papá) murieron. Fueron causas naturales, según los médicos. Pero estoy segura de que mi padre falleció por decepción y mi madre de tristeza. Pobre gente; el primero nunca me quiso, más bien sintió vergüenza de mi abstracción. Y mi madre, eternamente cariñosa y dedicada a una hija que apenas abría la boca para gritar aterrada por las cosas que nadie más veía, hacía acopio de esa fuerza de voluntad que acompaña siempre a las mujeres virtuosas para acallar los alaridos que nadie más —excepto yo— escuchaba.
Papá nunca me dijo estúpida mientras fui niña (al menos no en mi cara) aunque escuché semejante afirmación en su pensamiento. Él no lo sabía, pero yo podía leerle la mente: rabia, física y pura rabia y rencor hacia mí era lo que sentía. Me culpaba por dañar su relación con mamá, quien se enfurecía cada vez que intentaba enviarme a un colegio para niños especiales. Tenían discusiones terribles donde él decía lo harto que estaba de la niña y lo mucho que extrañaba a su mujer, que profesaba todo su amor y esfuerzo a un ser que jamás correspondía con una palabra o una sonrisa. «Parece un animal. Nunca dice nada, solamente abre los ojos y grita cada vez que alguien se le acerca», decía papá cuando mamá le hablaba de mí. Mamá respondía con silencios que podían tardar toda una semana. Ella no resistía que nadie hablara cosas feas de mí, por eso la quería tanto. Papá, en cambio, ignoraba todo sobre su hija. Yo le tenía mucho miedo. Él creía que nunca hablaba o demostraba afecto alguno, ¡pero no era cierto! Yo era muy cariñosa con mamá, sólo que cuando él aparecía, echaba a correr o abría los ojos con expresión de pánico y permanecía paralizada. Por eso nunca quería estar cerca de él, siempre rehuía su presencia. Quizá por tal razón me odiaba tanto, rechazaba cualquier acercamiento de su parte, y lo peor es que no comprendía que todo era culpa suya, todo se debía a la forma en que me miraba, con esos ojos grandes y fríos que únicamente denotaban desprecio. Siempre creyó que debía ser la pequeña niña la que ganara su afecto, pese a que supe desde el principio que nunca me quiso, aun desde bebé; tengo presente la imagen adusta y severa de papá mirándome y retorciendo los labios con manifiesta expresión de desdén. A pesar de todo eso, el desprecio y lo demás, nunca lo odié o guardé rencor. Sentí lástima por él. Nunca pudo tener hijos varones, que era lo que quería. Tuvo que contentarse con una niña rara, que jamás exteriorizó un rasgo de humanidad para con él.
La casa en sombras se retuerce por el calor y se derrite bajo mis pies, formando charcos con las cosas que antes fueron sillas, mesas, paredes, padres, sirvientes, pero el reloj de cuerda nunca pareció desvanecerse en una conjunción de colores y formas perdidas. Siempre lo vi de pie, altivo y perseverante a un tiempo ajeno que sin duda no existía más y que, sin embargo, sobrevivía con dignidad a la corrupción de todo lo demás que desaparecía a sus pies. Tic-tac-tic-tac. Jamás paró, nunca lo dejaron. El reloj duraba una semana sin necesidad de darle cuerda. Siempre se escuchaba como un eco en la casa. Mamá decía que lo heredó de su abuela, quien llegó desde Europa hacía muchos años; por eso el reloj era algo así como el legado de la familia, ese nexo que mantenían con el viejo mundo. Intentaban, con todas sus fuerzas, guardar el único objeto que los hacía continuar ligados a la vieja cultura y la antigua casta de gentes nobles y de nombre más que digno. Claro está que nunca supe hasta qué punto era verdad todo ello. Jamás escuché hablar sobre lo que la bisabuela hacía en Europa, ni mucho menos la razón por la cual vino a parar acá. Ahora bien, ese apego que papá y mamá tuvieron al reloj de cuerda lo adopté yo, aunque no por la necesidad de mantener con vida el apego a un montón de tierra que nunca dijo nada para mí. Al ver ese reloj empotrado en la pared, siento que mamá aún vive. Sus caricias, los abrazos en las noches cuando gritaba aterrada por las sombras que brillaban ante mí y los cantos con los que calmaba la exagerada exaltación. Ese mausoleo horrible y ruin recuerda seguridades y temores, aunque no siempre juntos; predominan los segundos y de vez en cuando afloran los primeros, y es ahí cuando me siento feliz, al menos por un breve instante. Por eso no puedo dejar de mirarlo. Es el mismo corazón de la casa, sus bases y mis raíces: tic-tac-tic-tac; es la vida de mamá palpitando, gritando que el testimonio de su paso en la tierra soy yo, para bien o para mal, sólo soy yo. Enloquecida, ensimismada, retardada, triste, mujer, sexo, dolor, temor, pasión; ¡todo eso soy! Y es lo que mamá sigue siendo. Tic-tac-tic-tac. Es de noche y no sé si sueño. ¡El reloj de cuerda se detuvo! Salgo corriendo para darle vida, al igual que a mamá. Llego al comedor y está silencioso... murió... ¿cómo no me di cuenta? ¡Dejé que pasara! Soy imbécil. Papá tenía razón; dejé que pasara. Mamá falleció en esa pared a las 3:14 a.m. Papá ríe. Lo escucho a mi lado pero no lo veo. Está feliz, nunca lo vi feliz. Mamá murió. Papá calla. Otro tanto hace el reloj. ¿Por qué dormí? ¿Por qué no estuve atenta? ¡Me debí haber enamorado! Esos ojos, labios, sexo en mi mente o en la carne, ¡no sé! No estoy segura, ¡nunca lo estoy! Jamás pude distinguir entre la verdad y la ilusión, confusión o terror. Fui maldecida con la locura y no con el olvido. Los dioses se acordaron de mí en el lecho vaginal para jugar con un remedo de humano; me estropearon la cabeza y espíritu al convertirme en un ser fraccionado y amedrentado que nunca sabe lo que pasa y cualquier ruido exterior es sinónimo de espanto. Burla, cinismo, ridiculez; todo soy yo. Un retrato de porcelana con vestido blanco manchado de bilis. El barro desliza su forma lentamente por mi cara y no hago nada para limpiarlo. El retrato... mamá grita y exige al artista paciencia para con la «niña especial». Papá enfurece, insulta al artista y éste sale furioso de la casa mientras mamá lo persigue y papá me abofetea. «¡Estúpida, niña estúpida!», grita como para sí mismo. Mamá vuelve y ve a la niña llorando con la marca de una palma en el rostro. Papá no se excusa, importa poco lo que pueda decir ante la prueba de su brutalidad. Mamá lo mira con el fuego en los ojos de siempre, pero esta vez no puede guardar silencio ante el dolor físico, la carne roja y una fuerza subordinada a la voluntad del macho cabrío con testículos hinchados de masculinidad, violencia y miedo. Corro, escapo a las faldas de mamá mientras papá grita sabiendo que todo se ha perdido. Tira las cosas. Patea las paredes. Se le transforma el rostro, adquiere un rojo escarlata, posiblemente el matiz de la ira, incomprensión y pánico que da el saberse consciente de un daño irreparable. «Lo roto, por más que se pegue, dañado estará», decía mamá. Tal vez hay cosas en las que no se puede dar marcha atrás. Los acontecimientos empujan para tomar decisiones que no siempre creemos correctas. Por eso papá gritaba y se soltaba el cinturón. Todo estaba perdido para él: la mujer, el amor de su vida, no cambiaría de parecer, al menos no mientras estuviera viva.
El cinturón cruzó el rostro de la niña y el de mamá. Látigo y una resolución adquirida movieron el brazo del bruto, que no retenía su voluntad por causarles daño a las penadas. Lágrimas y sangre brotaban del rostro de los tres. Papá miraba a su mujer y la furia crecía, distorsionaba las facciones de víctima y victimario. Yo no hacía más que gritar y chillar como una bestia herida. Quería hacer más por mamá pero no podía, era incapaz de irme encima del gigante con temibles ojos grises de odio y frialdad. Allí no había vida, sólo piel, carne, huesos y la decisión de herir al ser amado. Estoy muerta; estoy dormida. Cada noche que duermo podría no despertar. Hay días que sueño, otros que no. Deambulo por mi mente en los momentos de modorra, todo es oscuro, no soy, no existo. Tal vez es eterno este sueño y ya morí, aunque no puedo saberlo porque no tengo conciencia de ello. Mientras me elevo por encima de parajes verdes y azules en una mañana fresca y reluciente, mi cuerpo yace tendido en el lecho de madera; helado, pálido, inerte, y yo volando en mi mente, ignorando todo ello. Sólo en esos momentos soy feliz. Pero hay otras noches en las que debo morir, por eso me mantengo despierta frente al reloj de cuerda, para que proteja a su hija con su voz mecánica y seca y la guarde de los espectros adormecidos con sus manos estrechas y estáticas. Yo grito, abro la boca y los ojos y aun así no veo, no hablo. Decido aventurarme para tragar con un destello la hoja negra que tanto me asusta, y así, como si a mi antojo fuera, amanece con la luz solar y con los gritos de las gentes y las aves que muestran lo viva que estoy. Es otra noche en la que morí y nací, sin descomponer esta carne rosada y joven que cubre el interior quebrado, vencido y deshonrado, que ha sido violado mil veces por criaturas astrales y terrenales que, sin hacer daño alguno con sus fauces, entran en mí y carcomen lo que nadie ve, lo que soy y siempre he sabido ser por no tener otra opción. Vida y muerte. Tierra. La tierra que recibe despojos y entrega frutos bellos, nuevos, rosados y jugosos que huelen bien. Salud. Huesos blancos y carnes rojas, perfectas, bellas. Despierto una vez más. El día recibe un nacimiento, ¡el mío! Y el de muchos otros que jamás conoceré y nunca sabrán de mí. No existen más, no soy nada para ellos. El mundo no es afuera de esta casa, mi prisión, mi guarnición. El mundo, el de ellos, las frutas rojas y jugosas que entregan y se les arrebata fuerza, violencia, placer, ternura, odio... Todos ellos respiran y corrompen su casa con deposiciones, ideas, artes, crímenes. No son buenos ni malos, sólo son. Se encuentran confundidos, al igual que yo, pero carecen de la percepción que obsequia mi enfermedad. No entienden, jamás entenderán la belleza del mundo y el terror que ese descubrimiento trae. Viva, viva estoy. Nací hoy, de nuevo respiro el viento; aquel que traspasa mi piel y huesos, produciéndome escalofríos de los pies a la cabeza. Por eso debo estar feliz, sin miseria, sin dolor y tristeza, porque salí de donde estaba enterrada. Escarbé con mis uñas la cama de madera y tragué tierra al luchar por ver de nuevo la superficie. Pero escucho atenta. Guardo silencio esperando oír el corazón de mamá. La casa calla. Pienso en lo que supe antes y el corazón se detiene por un segundo al mirar el reloj de cuerda. ¡Ha muerto! Tal como lo hizo mamá en medio de la noche cuando era muy joven. Tic-tac-tic-tac, ¿dónde está? El canto hermoso de la voz se fue, se apagó. Mientras moría, yo resucitaba. El reloj de cuerda paró su eterno cauce, acabando con la constancia de mi vida, la de mamá, la casa, el único mundo conocido por mí… La pared con papel de flores descoloridas que sostuviera el objeto de madera, vidrio y metal observa su único tesoro y palidece, muere también derrumbándose con la cal por sangre y el polvo por huesos. La voz de papá apaga el silencio. El terrible grito retumba en los rincones de la casa solariega, escondiéndose y escarbando el espinazo de su estructura, su vitalidad. Todo se derrumba. Sus columnas retiemblan y cada vez más escucho el llanto de mamá y el sonido del cuero curtido estrellándose sobre su piel y la de la niña. Me tumbo en el suelo y aprieto las piernas contra el pecho. Quiero dormir, morir de nuevo. Quiero ir con mamá, seguirla a donde fue, pero no creo que pueda; el corazón con musculatura y engranajes murió, se detuvo. Ya no podré seguirla nunca más, no sabré dónde buscar. Me perdí, desaparecí. Soy viento, soy fuego, soy agua, soy nada, ¡soy todo! Soy una niña de diez años. Mamá y yo jugamos con las muñecas de trapo que fueron suyas cuando pequeña. Los vestidos no se ven blancos o rosados, como debieron haber sido, pero guardan la pureza del color virginal, así la tela parezca un remedo de lienzos enmarcados en retratos de plata curtida. Mamá dice que las muñecas son mis hijas, mis creaciones. Yo le pregunto de dónde salieron, a lo que ella responde: «No sé, decídelo tú». Escucho atenta y lo decido en ese momento: creo un mundo donde ellas son mis hijas, hijas de lana y tela. Las abrazo, beso, entono canciones de cuna y las arrullo. ¡Son mis niñas, mis hijas! La única semilla que brotó de mi cuerpo fueron esas invenciones mudas que ahora, después de tantos años, yacen inertes en algún lugar polvoriento y oscuro de la casa al que jamás me atreví a entrar. Mis hijas, mis niñas aprisionadas en una pieza horrible y sucia, abandonadas por el olvido de mamá, que murió con mi recuerdo encerrado en la cama de madera.
CONTINUA
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