ALIMENTO PARA PERROS
Fabio Ferreras
axxon.com.ar
Gruñía. Gruñía y rasguñaba la puerta, y el bochinche amenazaba con volverla loca. Así que Mabel suspiró, se limpió las manos con el repasador y echó un furioso vistazo hacia el dormitorio cerrado.
—¿No podrías tener un poquito de paciencia, por favor? —dijo—. Estoy preparando la cena. Carne al horno con papas, y las sobras te las guardo para vos.
Silencio. Tras dos o tres segundos el lamento empezó de nuevo, un plañido grave, casi inaudible, que parecía vibrar en la madera de la puerta y en las paredes de la cocina a oscuras.
Mabel cerró los ojos. Nuevas lágrimas de impotencia bregaban por salir, pero logró contenerlas. Sabía que con dejar escapar una sola las demás irían detrás, arrolladoras, y temía lo que podía llegar a hacer si se dejaba ganar por la desesperación; por eso dejó el cuchillo sobre la mesada, junto a los magros recortes de carne, y aspiró hondo para tragar la bronca que sentía atascada en el hueco de la garganta.
—Está bien —susurró—. Voy a comprarte algo. Pero por favor, dejá de quejarte al divino botón.
Otro sollozo como un breve ladrido y el dormitorio quedó en silencio. "Increíble, ni que me hubiese entendido", se dijo mientras echaba un vistazo por la ventana: por lo menos había dejado de llover. Vio la silueta de la cucha de madera, al fondo del patio, pero Mabel no soportaba enviarlo ahí en pleno invierno. Podría soltarlo para que hiciera sus necesidades mientras ella salía unos minutos, pero se mojaría las patas y dejaría el piso hecho un desastre. Y tampoco le gustaba tenerlo en la cocina mientras preparaba la comida: estaba cambiando el pelo y perdía mechones enteros, que se juntaban en los rincones como si estuvieran imantados. No le quedaba otra opción que encerrarlo un rato en la pieza, porque el baño y el comedor estaban descartados, uno por chico, el otro por inexistente.
—En diez minutos estoy de vuelta, no me extrañes.
Más silencio. Mabel se puso el impermeable, verificó que tenía plata en el bolsillo y salió.
Para llegar a la calle tenía que cruzar un corto pasillo abierto, de paredes grises y descascaradas, muy altas, tan lúgubres como el minúsculo departamento al que conducían. Oscurecía rápidamente y la vereda estaba desierta. Por la calle pasó un colectivo vacío, el chofer un fantasma sin rostro tras los vidrios empañados.
Mabel esquivó los charcos, las baldosas flojas, apurando el paso hacia el negocio de la esquina. Mientras hablaba consigo misma jugaba a sacar vapor por la boca, como solía hacer de chica: "¿Estará mal que lo tenga encerrado todo el día? Por más animal que sea, no puedo dejarlo en el patio con semejante tiempo."
—Hola guachita —dijo una voz ronca a su derecha—. ¿Adónde vas tan apurada? ¿No querés que te acompañe?
Mabel apuró el paso. Miró de reojo el portón abierto del taller mecánico, negro y profundo como una cueva, donde creyó ver una cabeza asomada desde la fosa, pero ya estaba dejando el portón atrás y ni loca se detendría. Odiaba pasar por allí. Los tipos que solían juntarse a tomar mate en la penumbra del taller siempre encontraban algo desagradable para decirle. Carecían de rostros porque ella nunca se había atrevido a mirarlos a la cara; apenas eran mamelucos mugrientos de los que asomaban zapatillas engrasadas, y a veces una mano que sostenía una pinza o un martillo. Todo eso lo captaba de reojo, mientras pasaba encogiendo los hombros, perseguida por las frases maliciosas que debían inventar en sus interminables rondas de mate amargo y caliente.
Quizá sabían que vivía sola (no, no quizá; seguramente sabían que vivía sola, de tanto verla ir y venir sin otra compañía que la bolsa de la compra colgándole del brazo), aunque no tenían forma de saber que había estado casada, en otro barrio y en otra época más feliz, y que su marido había muerto prematuramente en un accidente que le costó mucho trabajo borrarse de la cabeza. Tampoco podían saber de la desgracia de su hijo, que la semana entrante tendría su fiesta de cumpleaños número nueve si la situación hubiese sido distinta.
Entró en el local de la esquina. Hacía poco tiempo que había abierto, no mucho más de una semana, y todavía se sentía el olor de la pintura y la madera fresca, como un telón de fondo que se subía despacio. Se encontró rodeada por helechos casi tan altos como ella, que despedían un penetrante aroma húmedo, verdoso. Más allá, repisas repletas de semillas, fertilizantes, alguna pecera en la que se perseguían pececitos de colores. Cajas y bolsas alternaban caras de perros y gatos, los perros sonrientes, los gatos recelosos. Un hamster corría frenético en la rueda de ejercicio y el chirrido del alambre le hizo pensar en los sonidos que escuchaba de vez en cuando al pasar junto al portón del taller mecánico. Se le puso la piel de gallina, sin poder atribuírselo al frío o a otra cosa, algo cercano a un mal presentimiento.
Tras el mostrador, un hombre de anteojos alzó la mirada. Era tarde y estaba contando el dinero del día. Al verla sonrió:
—Buenas, estaba a punto de cerrar. ¿Qué se le ofrece?
—Alimento —dijo ella. Tras una pausa, agregó—: Para perros. ¿Tiene?
—¡Cómo no voy a tener! Venga por aquí que le muestro.
La condujo por un pasillo de mosaicos rojos cubiertos de tierra negra.
—Mire —dijo el hombre, sacándose los anteojos y usándolos para señalar—: My Happy Dog, importado, comida balanceada de la mejor selección, controlada por la Asociación Argentina de Animales y Afines. Viene en tres sabores: carne, pollo y pescado. Si usted lo prefiere, es decir por preferencia de su mascota, le puedo vender una mezcla de los tres.
Mabel supo que no lo iba a comprar.
—¿Cuánto cuesta?
—Treinta pesos el kilo. Accedo a una rebaja del quince por ciento si me compra dos.
Palpó lo poco que tenía en el bolsillo y se le escapó una sonrisa triste:
—Carísimo, imposible. ¿Algo más económico?
El hombre perdió parte de la amabilidad.
—Tenemos esta marca nueva, en oferta. Cuzquito. Cinco pesos el kilo. —Y como pidiendo disculpas—: Hay que introducirla en el mercado.
Mabel se enfrentó a una bolsa colmada de piedras rojas que parecían justamente eso, piedras.
—¿Es buena?
—El perro es animal noble: come y no se queja.
—Un kilo, entonces.
El vendedor llenó una bolsa de papel con una palita de plástico; la pesó, agregó un último puñado de piedras y asintió.
—Aquí tiene —y a continuación, acomodándose los anteojos—: Nunca la había visto antes. ¿Es nueva en el barrio?
Mabel metió la mano en el bolsillo deseando estar en la cocina, prendiendo el horno y pelando las papas, recortando la carne, cambiando los canales de la tele, esperando que termine el día de una vez por todas y para siempre. Sacó los cinco pesos con un tintineo de monedas.
—Hace un año que vivo acá —respondió—. El nuevo es usted.
Debió decirlo con mala cara o de mala manera, porque el vendedor frunció el ceño y guardó el dinero sin insistir en el tema. Pero mientras ella se iba, le recordó, alzando la voz:
—¡Verá que no se queja!
Al salir descubrió que se había hecho de noche. Volvía a lloviznar, y las gotas frías golpearon contra su cara y resbalaron sobre el impermeable negro. Por la calle pasó otro colectivo, perfectamente idéntico al anterior.
Esta vez no pudo escaparle a las baldosas flojas, que parecían haber proliferado mientras compraba el kilo de Cuzquito. Se mojó las pantorrillas. Cuando ya casi llegaba a la altura del taller mecánico pensó que hubiese sido mejor regresar por la vereda de enfrente, pero habría sido una precaución exagerada. Eran tipos desagradables y maleducados, pero nunca se habrían atrevido a nada más ofensivo que pronunciar frases obscenas. "Perro que ladra no muerde", pensó. El taller estaba cerrado.
Mabel llegó al pasillo que conducía a su casa. Parecía una boca de lobo. Comenzaba a atravesarlo con la bolsa apretada contra el pecho, cuando una silueta borrosa surgió desde atrás y le pasó un brazo alrededor del cuello, un brazo que olía a grasa y fierro oxidado. La bolsa de alimento para perros se le escurrió entre las manos y desapareció en la oscuridad, con una salpicadura helada que se hizo sentir en los tobillos.
—Callada, guachita —escupió la voz ronca junto a su oído—. Nos vamos para adentro sin decir ni mu, ¿tamos? —Sonó un chasquido metálico, el de la hoja de la navaja al saltar, y un empujón la aplastó contra la puerta. El frío de la navaja se mezcló con el del agua que le caía por la nuca.
—Las llaves, dale. Abrí.
Le extrañó que no le temblaran las manos. La llave entró a la primera y abrió. Una mano pesada se apoyó en su espalda y la empujó al interior del departamento. La cocina estaba poblada de sombras. El dormitorio, increíblemente, en silencio. Sobre el mármol de la mesada, demasiado lejos para resultar de utilidad, seguía el cuchillo con el que había estado cortando la carne antes de salir.
—A la pieza, dale. Vos entrás primero.
Mabel se dejó llevar. Apoyó la mano en el picaporte, en el que creyó captar un atisbo de vibración, como si él hubiese estado gruñendo y lamentándose hasta un minuto antes, reclamando su comida.
"Mamá te trae el postre, mi cielo —pensó mientras abría la puerta—. Vas a poder sacarte las ganas a gusto..."