Cenizas de ángel
Roberto Pérez-Franco
2005 -/rp-f.com
Cada ocho años, millones de polillas diurnas migran a través del Istmo: aparecen a finales de julio y durante meses sobrevuelan interminables kilómetros de selva panameña. La ciencia las nombró Urania fulgens, pero los indios chicuyos del Darién, que las conocen desde hace milenios, les llaman ángeles. Sus alas triangulares, de un negro profundo rasgado por varias franjas de un tono verde metálico, son veneradas como un regalo del dios Kiki, el ser primero, el autosuficiente. Los curanderos, llamados chikirés por sus congéneres, conocen como «cenizas de ángel» al polvillo esmeralda que se extrae de estas franjas, el cual es usado como medicina para la curación de múltiples males y como narcótico en ritos de iniciación.
La más reciente migración de las Uranias, que han venido este año desde el norte a inundar las calles de la ciudad de Panamá con su aleteo verdinegro, trajo a mi mente recuerdos de mis lejanos días de cazador. Solía recorrer sin compañía la jungla darienita, buscando presas mayores. Machos de monte, jaguares y ciervos sucumbían a un disparo certero de mi rifle. Un día fui yo quien sucumbió, en plena selva, al escupitajo venenoso de una diminuta rana, muy temida por los chicuyos por su secreción fatal. Sentí que me hundía en el sopor de la muerte. Cuando supe que nada podía ya salvarme, percibí con el ojo de mi mente que un torbellino de mariposas negras traía mi alma de vuelta al cuerpo. Desperté y vi el rostro de un chikiré. Luego supe que me había devuelto la vida por medio de un rito con cenizas de ángel. «Kiki es quien da la vida y quien la toma», sentenció con un gesto seco.
Deudor de mi vida a este polvo milagroso, quise conocer su secreto, el cual tras insistentes ruegos me fue revelado parcialmente bajo condición de callarlo hasta la tumba. Esto puedo decir: el uso del extracto en los actos de curación encaja coherentemente en la mitología – o mejor dicho, teología – de este pueblo selvático. Según ésta, existen desde el inicio del mundo entes de luz (llamémoslos ángeles) y entes de oscuridad (digamos, demonios). Así, pues, las polillas Urania son ángeles, mientras que las enfermedades son demonios. Existen jerarquías entre estos entes, y los superiores priman sobre los inferiores. El curandero recibe de los dioses, cada ocho años, la ofrenda de millones de «ángeles» que portan las cenizas glaucas en sus alas: esta bendición le permitirá curar a los enfermos de su tribu durante el siguiente período, hasta que ocurra la próxima migración. El ciclo de recolección de la sustancia medicinal se ha repetido por siglos.
Nada extraordinario habría en esto sino fuese por un detalle crucial. Desde el primer momento en que un chikiré se prepara para tratar a un enfermo, el curandero reconoce, por intermedio del dios Kiki, la jerarquía del enemigo al cual se enfrentará. En otras palabras, conoce ahí mismo si este demonio excederá o no en poder a las cenizas de ángel. Si el demonio es de menor jerarquía celeste que los ángeles donantes de las cenizas, el curandero vencerá al demonio, aniquilándolo por siempre, y sanará así al enfermo. Por el contrario, si el demonio es de un rango superior, el curandero no podrá vencerlo con las cenizas y morirá en el enfrentamiento. He aquí lo excepcional de los sanadores chicuyos: el chikiré enfrentará al demonio en cualquiera de los dos casos. Es decir que, aún sabiendo que morirá en el enfrentamiento, irá al combate de un demonio superior. Intuyo que la justificación de esto se encuentra en aspectos de la teología de este pueblo, que mi sanador y maestro no quiso nunca revelarme por completo. Para mi bendición, el veneno de la rana que me atacó era un «demonio» de jerarquía menor que la pólvora de las Urania, por lo que mi tratamiento fue eficaz.
Con la nueva migración de las polillas, sentí un vivo deseo de regresar a la selva darienita. Estuve cazando, pero no solo: me hice de la compañía de algunos nativos, pues ya había comprendido el peligro de vagar por este infierno verde. Nos llegó noticia de que un indiecillo había sido poseído por un demonio y que el chikiré de la tribu se aprestaba a atenderlo. Venció mi curiosidad y abandoné la cacería para acompañar a aquel brujo querido, de cerca, en su misión.
Recuerdo el remo de caoba hundiéndose lento en las aguas turbias del río Tuira. El viejo chikiré, de nombre Cachí Kirechá, iba junto a mí y dos aprendices en un cayuco manso, cantando entre dientes un salmo hondo y persistente. Según me dijo mi intérprete, este himnillo, aprendido directamente del dios Kiki y repetido desde entonces por todas las generaciones, prepara al corazón del sanador para enfrentar a los antiguos enemigos de la luz. Cantaba para sí, como evitando que sus palabras, sortilegio de tiempos pasados, llegasen a los oídos de los demonios que acechan en la selva. «Al inicio danzó Kiki, y se alzaron olas en el infinito mar de la nada; de las olas brotaron sus hijos», recitaba, según tradujo para mí el joven intérprete, que repitió para mi beneficio todas las murmuraciones del curandero.
Frente a nosotros iba, en un rústico cofrecillo, el polvo mágico. Estimé que varios miles de polillas fueron necesarias para producir tal cantidad de extracto. El vientre del tronco tallado se deslizaba con cautela entre los mangles, que observaban nuestra suave procesión. «Y los hijos de Kiki crearon el mundo, como un juego, en la arena de aquel mar, y lo poblaron con sus sueños», masculló el brujo.
Llegamos al caserío y bajamos del cayuco. Mujeres histéricas recibieron al chikiré; tomándolo del brazo, lo llevaron al interior del bohío. Multitud de familiares y vecinos guardaron silencio al verle entrar. Al fondo, agitándose y gruñendo, estaba el pobre muchacho: un indiecillo joven, poseído por lo que en primera instancia me pareció un severo ataque de epilepsia. Atado de pies y manos entre dos estacones, se sacudía violentamente, gritando e imprecando. Con las muñecas en carne viva, se dejaba caer y convulsionaba colgando de sus ataduras, entornando los ojos y botando espumarajos de baba. «Y de los sueños de los hijos de Kiki nacieron las bendiciones del mundo: la luz, el aire, el agua y la selva, y los ángeles que la pueblan», rezó el anciano.
La madre narró al brujo – inmóvil desde que entró al recinto – la historia del muchacho, de los demonios que lo atormentaron cuando era niño, de las apariciones que lo perseguían constantemente, y de los espasmos que le sobrevenían cada vez que un demonio entraba en su cuerpo. En esta ocasión, dijo, no habían dado al muchacho un instante de paz, haciéndolo vomitar de sus entrañas gusanos y serpientes. «Pero no todos los sueños eran buenos: también las pesadillas de los hijos de Kiki poblaron el mundo, y de ellas surgieron los demonios, que se ocultan en la selva y atacan a los hombres cuando Kiki cesa su danza», musitó el brujo, muy bajo.
Cachí Kirechá, con rostro duro y aire místico, miró de frente al joven y caminó hacia él. Señaló con el índice a los ojos del poseído, reconociendo al demonio particular de aquella afección, y ordenó a todos salir del cuarto, menos a la madre, que debería ayudarle y dar fe de lo que haría. Me estremeció pensar que ya en aquel instante, el curandero conocía el final de aquel encuentro, aunque ninguno de nosotros podía pronosticar si vencería. Me sobrecogió su determinación de seguir adelante, con plena conciencia de su propio destino.
Desde fuera, entre la multitud, contemplamos al brujo, entonando el resto del cántico mágico, ungiendo con cenizas de ángel al indiecillo, que se retorcía en sus ataduras con más fuerza en cada contacto. Vi a la madre, trémula, retirarse a un rincón, y al curandero trancar la puerta. «Y la lucha entre ángeles y demonios es la historia de la vida: Kiki danza y descansa; sueños y pesadillas se disputan el reino del mundo, en el mar de la nada», tradujo mi acompañante.
Lo que sucedió después nadie lo sabe. Tarde y noche se escucharon gritos y bramidos de la batalla entre el brujo y lo desconocido; golpes en las pencas del techo y en las cañazas de las paredes ahogaban el llanto de la madre que rogaba le dejasen salir. Hacia la madrugada el escándalo menguó y al despuntar el alba, el bohío estaba en silencio.
Entrado el día, algunos hombres derribaron la puerta. El demonio había sido más fuerte que las cenizas de ángel. Encontramos los cadáveres de la madre y del curandero tendidos sobre la tierra, y el cuerpo inerte del joven, estigmatizado por zarpazos inexplicables, pendiendo de las sogas. Me acerqué al chikiré y palpé su cuello. La piel fría y la ausencia de pulso me confirmaron la tragedia: la tribu había perdido a su sanador. Cuando me levantaba para dar la noticia, percibí el asomo de una sonrisa en el rigor de su rostro. Me incliné sobre él y de súbito me tomó por el cuello, con sus manos cubiertas aún en el resplandor esmeralda del polvo mágico. Sentí que me invadió la muerte y que un torbellino de polillas negras arrebató el alma a mi cuerpo. «Kiki es quien da la vida y quien la toma», musitó con gesto seco el pálido Kirechá, volviendo a la vida...
Roberto Pérez-Franco
2005