Perfecto Galeano, una leyenda urbana.
Es sabido que Buenos Aires es una ciudad plagada de fenómenos sobrenaturales. Una historia de la que me enteré por casualidad es la del fantasma de don Perfecto Galeano, un diestro tallador en madera del Parque Chacabuco, de quién se dijo siempre que era casi imposible igualar la expresión que sacaba de un trozo de madera sólo con su cortaplumas y una impresionante capacidad de creación. Sándalos, peteribíes, algarrobos o álamos se transformaban en las manos de Galeano en palomas, hermosas muchachas, parejas de bailarines o carrozas dignas de una reina.
Según se repite en algunos clubes del barrio, Perfecto era soltero y pasaba ya los cincuenta cuando se enamoró perdidamente de una muchacha. Muchas diferentes versiones se cuentan de esa historia: que la niña lo ignoró y se burló de él, que lo amó en secreto pero jamás cedió a sus requerimientos, que los padres la encerraron en un convento – cosa usual en la época – al enterarse que se había unido físicamente a Galeano…
Nadie puede dar fe de lo que pasó. Lo cierto es que Galeano desapareció un día, y al tiempo llegó al barrio la versión de que había muerto, y fue encontrado su cuerpo abrazado a una talla en tamaño natural de su amada, perfecta e idéntica a ella de un modo casi sobrenatural, tanto que fue imposible separarlos y debieron enterrar al tallador y a su obra entrelazados.
Desde ese día comenzó a tejerse la leyenda. La misma, con variantes según se atienda a una u otra versión, refiere que el alma de don Perfecto vaga por los estrechos pasajes que corren entre Centenera y Emilio Mitre y van de Zuviría a Asamblea. Casi todos coinciden en que las mayores apariciones se registran en torno a las fiestas de Navidad, cuando las almas están más abiertas y dispuestas a los sentimientos profundos.
Según esta leyenda sostiene, cuando el fantasma de don Perfecto encuentra una pareja, les destina una talla que conserva en su poder. Por alguna razón, los tórtolos perciben el pasaje de Galeano. A veces se juran amor eterno en medio de una conversación sobre política, otras sacan a relucir rencores ocultos y terminan allí mismo a los sopapos, y en otros casos les asaltan irrefrenables impulsos de besarse que no pueden ser luego explicados. De lo que Galeano haya tallado dependerá la suerte o desventura futura de la pareja.
Nadie puede dar fe de la existencia del fantasma, y en rigor ni siquiera del fallecimiento de Galeano, que en caso de vivir pasaría largamente el siglo de edad. En conversaciones tenidas los domingos a la mañana con paseantes del Parque Chacabuco, me hablaron de dos supuestos afectados por el fantasma, y me indicaron dónde vivían.
En la primera de las casas atendió un hombre desconfiado y receloso. Sin abrir la reja del frente, respondió cortante y secamente todas las preguntas, sosteniendo que se trataba de estupideces de barrio, que lo tenían harto con ese cuento y exigiendo que me retirara. El hombre tenía dos perros y vivía solo. No podría jurar que al irse lagrimeó, pero lo cierto es que tomó un pañuelo arrugado de su bolsillo, lo llevó a la cara dándome aún la espalda y se encerró en la casa. Creo haberlo oído sollozar.
En la otra dirección, al timbre respondió una bellísima mujer que rondaría los cincuenta años, que me invitó a pasar, y me convidó con un delicioso té de cedrón y masitas caseras que recordaban a las de mi madre. Junto a la mujer estaba su esposo, al que si bien no le pregunté la edad, frisaba los ochenta o algo más. Ambos demostraban amarse profundamente y se trataban con una cordialidad llamativa. Andaban por la casa jóvenes veinteañeros que delataban la belleza juvenil de la madre, y algún nieto jugando y riendo en la habitación de al lado. Si bien ambos negaron saber nada de Galeano, de la historia o de ningún fantasma, cruzaron en medio de la charla guiños cómplices que parecían indicar todo lo contrario.
Desconcertado, decidí que debía recurrir a los más ancianos, que pudieran haber conocido al tallador en vida. Hablé con varios sin resultado. Y una mañana fresca de diciembre encontré de frente a un hombre que parecía tener más de cien años. Sin muchas esperanzas, lo encaré y le pregunté qué sabía de la historia. El hombre me miró con infinita ternura, y sin hablar sacó algo de un bolsillo y me lo entregó, apretando con ambas manos las mías. Tras ello siguió caminando muy lentamente hacia el parque. Miré lo que me había dado: un corazón hecho en madera rojiza. En la parte de atrás, gastada por el tiempo, parecía haber signos. Una limpieza con el pulgar reveló dos letras: “P. G.”. Cuando giré, el hombre – que por su andar no podía haber dado más de tres o cuatro pasos – ya no estaba. Nunca volví a verlo.