Por ahí se dice que los negros no tenemos historias, señor. Y así, sentaditos como usté está escuchándome, mueven la cabeza como si uno les contara mentiras. Qué si yo le cuento de una negra bendita que tejía historias cuando éramos niños. Qué si le digo que a esa negra la conocieron nuestros padres, nuestros abuelos y los abuelos de nuestros abuelos. ¿Ah?... ¿No ve que ya está dudando? Pues esa negra se llamaba Mamá Lázara, y los muchachitos que ya nada teníamos que hacer en los sembríos la íbamos a buscar pa escucharla. Salíamos al camino, a eso de las seis, pa ir a su choza que lindaba con la playa. Sí señor. Allá donde ahora terminan los plantíos de calabaza y comienza la arena a enfrentarse con las olas. -¡Quiáce tanto neguito ocioso pol ahí! -nos decía como peliando. Voz chascosa que espantaba a los chaucatos. Y los chaucatos avisan de la culebra; y el guardacaballo se come el gusano del lomo de las bestias; y el huanchaco pica la fruta pa comerse su gusano. Y Mamá Lázara contaba cuentos a las seis. Óigame, tan lindos sus cuentos como si los hubiera hecho con la espuma del mar, como el sol de la tarde que pinta los plantíos de luz colorá. Así de lindos eran sus cuentos. Pero pa gozarlos había que ser negro por dentro también. No desos quiay ahora, que ni agarran lampa, que ni saben trabajar. Nos juntábamos como moscardones mirándola a la anciana y ella empezaba: -Qué se van a acordal de Papá Samuel, si no le conocieron. Nego gande era mi Samuel, como una palma de coco de’sas que se levantan en las plazas de los pueblos...
Los más creciditos sabíamos poco de ese negro Samuel, por oído nomás. Decían los viejos que a él lo trajeron en barco, por los tiempos en que don Alonso Gonzáles del Valle era dueño de todo lo que había acá. Decían también los viejos que ese blanco era remalo y que nunca le quitó el collar de bronce a Papá Samuel. Eso sólo se lo vino a quitar la gente de don Ramón Castilla, que Dios tenga en su gloria, ya cuando Samuel era muy viejo, ya cuando todo le daba lo mismo. A ella la mirábamos con cariño cuando se emocionaba con su recuerdo. Con lástima también: toda hueso y pellejo, unas cuantas crenchas blancas que ni le cubrían bien el cráneo, y los nudillos tiesos como requiebros de raíz agarrando el bastón de huarango. Un ojo muerto en lágrimas y con el ojo bueno mirando más allá de la reventazón, más allá de las gaviotas. -Poque nadies se acuelda de mi nego Samuel. De joven doblaba la herradura del caballo con una mano... Y con l’otra, podía tranquilizá una res de un sopapo...
¡ No había varón como él! Eso nos gustaba de las historias de Samuel. Más que un buchito de miel de caña. ¡Con tanta exageración! Como esa de que había heredao el gran grito de los mandingas, de los abuelos de nuestros abuelos.
-En ese tiempo nos habíamos apalencao sin sabé que ya entonce éramos libres poque el Mariscal Castilla lo había querío así. Papá Samuel estaba reviejo y no podía peliar, cuando su vecino, el mulato Matías Mogollón, le robó el agua de las acequias y le faltó de palabra. Entonce Papá Samuel se subió al cerro de las lechuzas y desde ahí se quedó mirando todo lo que había sembrao el enemigo con su agua. Temblaba de pura cólera mi marío. ¡Qué rabia que hasía, Jesú!... Recoldando las mañas de los brujos de Changó y Obatalá, tomó aigre hasta el tuétano de sus güesos. Largo rato aguantó ese aigre poniéndose morao. Y con toda la rabia que le nasía de las verijas, gritó... ¡Gritó!...
Y mucho grito fue ese, óiganme. Tan fuelte que mató los pajaritos, las vacas, los piajenos, los puelcos; arrancó de cuajo los huarangos, quebró las cañas del maíz que Matías Mogollón había plantao. Mató a su mujé y a sus hijos rompiéndole los oídos, y al mismo enemigo que se quedó ahí tirao botando espuma po la boca. Con ese gran grito del mandinga, se acabó el pleito po’el agua...
Y ya no quiero seguir recordando más historias, porque una noche Mamá Lázara nos iba a contar la última sin saberlo. Era que nadie sabía qué estaba esperando ella pa’ morirse, así tan viejita y dando lástima. Por Cristo que esa noche no nos iba a cansar con cuentos de negros cimarrones ni de fantasmas que se roban la fruta. ¡No! Algo viejo le comía el tuétano esa noche de Jueves Santo. Algo que era de Papá Samuel.
-Así, anciano como estaba, no podía lavalse solo mi Samuel. Yo, de tan vieja, me cansaba de lavalo en su tremenda humanidá. Y las vecinas de otras sementeras, venían a ayudá... Poque era un olgullo lavalo al nego Samuel tan gande. ¡Es que todo gande tenía él! Como que era un gusto pa’ cualquié mujé lavale sus cosas que Dios le dió. Desde la primera vez que lo lavaban, ya siempre querían vení a ayudá. Derpué que habían tocao sus cosas, ya no querían a sus maríos...
Estirábamos la jeta, pelábamos los dientes pa’ reír. Pero hasta entonces, nunca nos había contado cómo murió Samuel. Y en Jueves Santo se le ocurrió contarlo, como pa’ hacernos rechinar los dientes de susto.
-Estaba ya muy viejo Papá Samuel. Ya ni podía encontrá su ropa en un cordel y siempre se orvidaba ónde había dejao las cosas. Así, una vez se orvidó el camino de la plantación a la casa. En Semana Santa jué, me acueldo. Caminó lejos, derpué de su café, pa ir a soltá el agua de la cequia. Pue nunca volvió. Las lechuzas me contaron cómo se peldió: desesperáo, enloquecío, todos los caminos le paresían lo mismo. Entonce escuchó un cantito meloso que venía buscando atajo po’ el mar: "Nego Samuel déjate amar po’ las mujeres de la mar"... ¿Y qué creen que dijo Samuel?... “Me voy pa’l mar”, eso dijo. Se aldentró con pisada fuelte po la arena de la playa, hasta que’l agua le daba po la sintura. Luego, hasta el pecho. Derpué, hasta las orejas. Y flotando ensima del agua, le seguían llegando cancioncitas melosas: “Nego Samuel, déjate amal que somo mitá mujé, mitá pescao”. ¿Y acaso conosen de eso, neguitos mostrencos?
-Sirenas, abuela... Mitá mujé, mitá bacalao... -decíamos ñatos de risa, puro ojo saltón, puro diente pelao.
-Eso que nunca vieron una... Así es que se jué aldentrando. Me lo contó la lechuza, como que la mar no me lo iba a devolvé nunca...
Fue lo último que quiso contar Mamá Lázara ya con las estrellas sobre su cabeza. Como que en Jueves Santo, por Cristo nuestro señor, se ven las estrellas más grandes; como que en esos días aflora el pescado hasta la orilla y los entierros de los antiguos asoman por la arena. Como que en esas noches, los perros se vuelven locos ladrando a los muertos.
El tiempo quiso cambiar entonces. Ya la neblina venía ganándole a la playa, al arenal, a los sembríos. Mamá Lázara mascaba su recuerdo mirando con el ojo sano tanta curiosidad. Toda decrepitud y harapos, y sus nudillos venosos ajustando el bastón.
-Mucha niebla, abuela... -temblábamos de frío o de miedo; de miedo y de frío, nadie sabe.
-Y eso que ahora no oyen los tambores que’toy oyendo. Son los cueros de tanto mandinga sumergío allá abajo. Y a esos tambores, les acompaña el cajón de Papá Samuel.... Está sonando aldentro del mar...
Ahí sí que nadie quería reír, señor. Ojos grandes la miraban. Pura boca abierta con la bemba caída, como que nosotros también estábamos oyendo esos tambores, mi don. En la neblina se sentían pasos fuertes, de gente grande. ¡Óigame! Unos pasos que hacían temblar la playa. A Mamá Lázara no le daban miedo; parecía conocer de esas cosas y con el ojo sano quería ver adentro de la niebla.
-Con miedo ¿no?... ¡No he conocío nego cobalde!
Después de gritarnos así, ya no volvió a hablar. Tampoco quiso mirarnos. Soltó el bastón de huarango, se puso de pie y caminó despacito. Primero un paso, luego otro. Solita enfiló pa’ la playa, con sus piernas cansadas de tantos años. Se iba neblina adentro con sus brazos flacos por delante. Sí señor. Casi agarrándose de la niebla. Y esos pasos fuertes del otro lado. Y ese olor a mar enfermo.
Vimos la sombra enorme de Papá Samuel abrazándola: negro gigante cubierto de estrellas de mar, algas, yuyos, malaguas. Un remolino de viento que arrastraba cangrejos y plumas de gaviota, se los llevó a los dos.
¿Que no me cree, señor?... ¿Cómo va a ser?... Mire usté sinó esos dos peñones adentro del mar. “Parece que estuvieran mirándose desde siempre”, dicen los viajeros.
Y es que se quedaron allí... para toda la vida, señor.