Estaba apurada. Entré corriendo al comedor con mi mejor traje, dispuesta a preparar la reunión de la tarde. Gillian, mi hijita de cuatro años, bailaba al son de una de sus canciones favoritas, ‘Cool’, la melodía de West Side Story. Yo estaba apurada, a punto de llegar tarde. sin embargo, una vocecita en mi interior me dijo, ‘detente’. Entonces me detuve. La miré. Extendí la mano, tomé la suya, la hice girar. Mi hijita de siete años, Catalina, entró en nuestra órbita y también la tomé de la mano. Las tres danzamos frenéticamente alrededor del comedor y el salón. Reíamos y girábamos. ¿Los vecinos verían esta locura por la ventana? No importaba. La canción terminó en forma espectacular y con ella nuestro baile. Les di unas palmaditas y las envié a bañarse. Subieron las escaleras tratando de recobrar el aliento mientras las risas rebotaban en las paredes. Regresé a mi trabajo. Estaba inclinada intentando guardar todos los papeles en el maletín, cuando escuché que mi hija menor le decía a su hermana: - Catalina, mamá es la más mejor, ¿verdad? Quedé de una pieza. Cuán cerca había estado de pasar apurada por la vida y perderme este momento. Mi mente se dirigió a los premios y diplomas que cubren las paredes de mi oficina. Ningún premio, ningún logro que haya obtenido pueden igualar a ese ‘¿Mamá es la más mejor, ¿verdad?’. Mi hija lo dijo a la edad de cuatro años. No espero que lo diga a los catorce. Pero espero que lo diga de nuevo cuando tenga cuarenta y se incline sobre una caja de pino para despedirse de la envoltura desechable de mi alma. ‘¿Mamá es la más mejor, ¿verdad?’ No puedo ponerlo en mi curriculum vitae, pero quiero grabarlo sobre mi tumba.