De lo que sucedió a uno que probaba a sus amigos
Un buen hombre tenía un hijo, a quien aconsejaba siempre que tratara de tener la mayor cantidad posible de buenos amigos. El hijo, dócil y obediente, siguió el consejo del padre por lo menos en la forma en que lo entendía él, y permitíale comprender su juventud. Rodeóse de amigos, y todos éstos aseguraban que preferirían mil veces la muerte antes que traicionar al amigo, y arriesgarían todo lo necesario para serle útil. Un día, preguntóle su padre si había hecho lo que siempre le indicaba, y el joven respondió afirmativamente.
- ¿Estás seguro de que se trata de amigos realmente buenos? – preguntó el anciano.
- Sí – aseguró el muchacho -. Por lo menos, diez de ellos darían la vida por mí si fuera necesario.
- Mucho me sorprende que sea posible lo que dices, hijo mío. Es extraordinario que tú hayas conseguido en poco tiempo hallar diez amigos verdaderos, cuando yo, que ya soy viejo, no pude encontrar en toda mi vida más que uno y medio.
Insistió el hijo en asegurar que se hallaba en lo cierto. Y en vista de la firmeza de las convicciones del muchacho, el anciano le recomendó que hiciera una prueba.
- Mata un cerdo – le dijo -, ponlo en una bolsa y vete a casa de cada uno de tus amigos, diciéndoles que acabas de dar muerte a un hombre y, sabiendo que si la verdad llegara a descubrirse serías condenado a la horca, vas a pedir al amigo que te ayude a salir del apuro librándote del cuerpo del delito.
Seguro de que la prueba resultaría de acuerdo a lo que pensaba él, consintió el muchacho en intentarla. Pero cuando llegó a casa de cada uno de sus diez amigos, contándoles la historia urdida por el padre y simulando gran espanto para fingir mejor que realmente había asesinado a un hombre, todos le fueron respondiendo que lo sentían mucho, pero que no podían ayudarle de ninguna manera en el asunto aquel, aunque lo harían gustosos en otro cualquiera. Y agregaron que le pedían por favor que a nadie dijese que había ido a visitarles hablándoles de su crimen. Uno añadió que no se atrevía a hacer otra cosa, pero que rezaría mucho por él; otro prometió no desampararle un segundo mientras se tramitara el proceso y fuese conducido al sepulcro; el de más allá prometióle hacerse cargo de sus funerales y disponerlos con gran pompa... pero ninguno respondió a las esperanzas que el joven depositara en ellos. En vista de ello, volvió el muchacho a su casa, para contar al padre lo que le habían respondido sus falsos amigos.
- Eso te demostrará que siempre saben más quienes han vivido y probado mucho que los que nunca pasaron todavía por tales trances. Creíste tener diez amigos, y en realidad ninguno lo era. Yo no tengo más que uno y medio, pero estoy seguro de ellos. Vete a probarlos en la misma forma que hiciste con los otros, y te convencerás.
Tomó el joven de nuevo la bolsa con el cerdo muerto, y se fue a visitar al hombre a quien su padre consideraba sólo como medio amigo. Contóle la supuesta desventura que le ocurriera, y la forma como le habían recibido sus amigos, y pidióle que, por la gran amistad que lo unía con su padre, le ayudara a librarse del apuro.
- No soy amigo tuyo ni, por lo tanto, tengo deberes para contigo – replicó el hombre -. Pero teniendo en cuenta el gran afecto que me une a tu padre y lo que tú representas para él, te ayudaré a librarte del apuro.
Tomó la bolsa que contenía el cerdo muerto y que consideraba él un hombre, la llevó a un huerto que tenía, y enterróla en uno de los surcos, arreglando luego la tierra para que no pudiera notarse que había sido removida. Regresó el muchacho a su casa, contó al padre lo que hiciera su medio amigo, y el anciano le ordenó que al otro día fuese a la plaza pública y, con cualquier pretexto, discutiese con su encubridor y le pegara un golpe tan fuerte como pudiera. Hízolo el joven como le fuera ordenado, y cuando el medio amigo de su padre recibió el golpe, exclamó:
- A fe mía que has procedido muy mal, muchacho. Pero te aseguro que ni por eso, ni por otro daño que puedas causarme, descubriré lo del huerto.
Cuando el joven contó a su padre lo que dijera su medio amigo, el anciano le indicó que fuese a probar ahora al amigo verdadero y completo.
- No te preocupes, muchacho – le contestó éste, una vez le hubo expuesto sus pretendidas cuitas -. Yo te libraré de todo riesgo.
Tomó la bolsa con el cerdo muerto que creyera un hombre, la llevó a un huerto de su propiedad y la enterró en un surco, dejando la tierra como si no hubiese sido removida. Y he aquí que por aquel entonces había desaparecido un hombre de la ciudad, y se sospechaba que pudiera haber sido asesinado. Y como sea que muchos habían visto al joven con una bolsa a cuestas, deslizándose con sigilo en la obscuridad, empezó a circular la sospecha de que fuese él el asesino. En fin, ¿para qué continuar con más detalles? Baste decir que el muchacho fue detenido, encarcelado y juzgado, sin que valiese de nada cuanto hizo el amigo de su padre para poner de manifiesto su inocencia. No pudiendo ya librarle de la horca en otra forma, el buen amigo presentóse a las autoridades para declarar:
- No me permite mi conciencia tolerar que un inocente pague una culpa cometida por mí. Yo soy el criminal y para comprobarlo, pueden ir al huerto de mi propiedad y desenterrar de allí el cuerpo de la víctima.
Fueron al lugar indicado, removieron la tierra y tardaron poco en dar con la bolsa. Pero, una vez abierta ésta, en lugar del cuerpo humano que pensaban encontrar, sólo hallaron los restos de un cerdo, de lo que no fue el menos maravillado el mismo que pretendiera culparse del delito. De ese modo, comprobó el muchacho cuál era el verdadero valor de un amigo leal, puesto que llegaba verdaderamente al sacrificio. Y para que el relato sea completo, basta con añadir que aquel hombre desaparecido, a quien se creyera muerto, regresó a la ciudad y, por lo tanto, quedó demostrado que no hubo crimen ninguno, con lo cual tampoco fue preciso castigar a nadie.
Tu mejor amigo podrás conocer
cuando un sacrificio por ti haya de hacer.
Infante don Juan Manuel
meditaciones.com.ar