Un ruiseñor con su afinado canto inundaba la vastedad de una mañana.
Cerca, un cisne se movía sutilmente sobre las aguas de un lago; mientras un búho gris, ensimismado e imperturbable, parecía ajeno a cuanto sucedía a su alrededor.
"Pobre hermano búho. Siempre tan callado en esa rama; sin una voz bella como la mía, para cantarle a las mañanas.
¡Cuánta lástima me inspira! ¡Cuán triste y vacío se ve todos los días!" Esto pensaba el ruiseñor, mientras hacía una pausa en su canto.
Por su parte y desplegando delicadamente sus alas, el cisne se daba a pensar: "¿Qué podrá sentir un ser tan estático como aquel búho?
¿Qué cosas podrá disfrutar si no sabe deslizarse sobre el agua como lo hago yo? Me duelen la soledad y la tristeza que se reflejan en su figura.
Mas, el búho, tan sereno como siempre, desde el fondo de sí mismo se decía:
"Gracias te doy madre naturaleza, por haberme dado la posibilidad de extasiarme al contemplar cada una de tus maravillas.
Gracias por no darme una voz tan hermosa como la del ruiseñor; ya que entonces sólo tendría oídos para mi canto, y no podría escuchar los aleteos de la brisa, ni el soliloquio de las flores en las ramas.
Gracias también por no haberme otorgado una silueta y unos movimientos tan encantadores como los del cisne, pues de tanto mirar mi figura en el movedizo cristal de un lago, terminaría despreciando la verdad y la belleza de los demás seres".
Y el ruiseñor continuó cantando y cantando, y el cisne con su grácil danza, mientras el búho se sentía pleno mirando como se desdoblaba la mañana.