La casa no parecía la misma desde el día en que la madre se había enfermado, y Pablito ya se había acostumbrado, casi, a no hacer ruido con el tambor y a conversar bajito con su regimiento de soldaditos de plomo.
El padre, cada tanto, como acordándose de que existía, le daba una palmada en la mejilla y, guiñándole el ojo, le decía igual que antes: -Y, amigo...Como marchan los negocios?
Y Pablito reía, porque esas palabras que parecían huecas, querían decir muchas cosas en su corazón de caramelo.
A la madre la veía pocas veces, un ratito, a la tarde. La miraba con sus ojitos asombrados, se acercaba a su cuerpo cálido y perfumado, y la besaba mucho, como picoteándole la ternura que ya mamá no le daba, tan quieta en su lecho impecable, tapada con las sábanas que bordó la abuela. “Que suerte tiene mamá...dormir con sábanas bordadas con florcitas de colores...”
Después lo mandaban afuera, y hasta le permitían algo que hasta hacía poco le tenían terminantemente prohibido: salir a la calle a correr con los demás niños de la cuadra.
Una mañana llegó la abuela de su lejano pueblo provinciano, y tambien llegaron las dos hermanas del padre.
La abuela le trajo dulces regionales, unos libros de cuentos con figuras en rojo y en azul, y un perro blanco con las orejas marrones y los ojos de vidrio celeste.
Las tías le trajeron un pulóver grande “pero el año que viene le andará”, lo estrujaban y a cada momento movían la cabeza balbuceando “pobrecito, pobrecito”. Todos estaban raros, nadie se reía ya. Ni siquiera el doctor Funes, que siempre le hacía chistes y le llevaba caramelos que no comía porque tenían olor a remedio.
Cada día lo dejaban estar menos tiempo en la habitación de la madre, y a él le parecía que los ojos de ella le pedían que se quedara allí, junto a la cama, hablándole de la escuela, de los chicos de al lado...
Esa tarde todos estaban mas raros todavía, y a través de las puertas y las paredes oyó una palabra que no entendía muy bien.
- Papá...que es la muerte? - Vos lo sabes, Pablito..., te acordás del patito que te regalé... ese que una mañana se quedó dormido para siempre? - Si...el patito...como para olvidarlo!..., era chiquito y amarillo, un pedacito de sol gritón que corría por el patio y se metía en la casa sin pedir permiso... - Bueno..., todos un día nos quedaremos dormidos para siempre..., para descansar de nuestras fatigas... Eso es la muerte: entra en silencio, sin llamar a la puerta... y luego se marcha sin hacer ruido... - Los juguetes también se mueren? - No, los juguetes no. - Entonces mi oso no morirá nunca.
Siguió jugando en su pequeño mundo, y de pronto sintió una angustia enorme creciéndole en el cuerpo pequeño. - Mamita! – dijo para si.
Se paró junto a la ventana, mirando hacia fuera, buscando en los árboles de la calle, en la gente, en el cielo recortado por los edificios, una solución... una solución...
- Entra sin llamar – se repitió. Y una lucecita se encendió en el fondo de sus ojos.
Corrió a su cuarto, revolvió su valija de la escuela, arrancó una hoja del cuaderno y con una letra redonda, panzona y despareja de primer grado escribió, bien grande, bien fuerte: “AQUI NO ES”. Contempló su obra con satisfacción. Se parecía al cartel que estuvo un mes en la vidriera del almacén y decía: “SE NECESITA MUCHACHO”. Sigilosamente salió a la calle y, pinchándolo con una chinche, colgó el letrerito en la puerta cancel, alta y oscura.
Se alejó unos pasos y lo miró. Si, se podía leer desde lejos. Si la Muerte pasaba por allí, seguiría de largo al leer “AQUI NO ES”.
Entró con el corazón aturdido. Por primera vez hizo caprichos porque no quería salir de la habitación de su madre; tuvieron que sacarlo por la fuerza, y la abuela le contó tres cuentos para que se durmiera. Al día siguiente lo despertaron mas temprano que de costumbre y le dijeron que no iría a la escuela.
No lo dejaron ver a la madre muerta para que tuviera un recuerdo mas hermoso de ella: el recuerdo de sus ojos vivos, de su sonrisa lenta, de sus caricias tibias. Solo vio como se la llevaban en un cajón oscuro y como la seguían unos autos cargados de flores.
Lo dejaron con la mamá de Carlos, el chico de al lado. Y Pablito lloraba, lloraba sin entender porque pasaba todo eso. Y a cada rato se escapaba a la calle y corría hasta la puerta de su casa para leer el cartel bien claro, bien claro, y se preguntaba:
- Si se puede leer bien, porque no siguió de largo?