El crecimiento del cuerpo es natural e inevitable y todos los días de la vida registramos en alguna medida el paso del tiempo; sin embargo, el cambio psicológico que debería acompañar esa evolución no siempre se produce espontáneamente y sin dificultades.
Es difícil lograr la sincronía entre el cuerpo y la mente, porque la mente se aferra a lo conocido y al pasado.
A toda persona le cuesta incorporar lo nuevo en todos los ámbitos de su existencia y desconfía de lo nuevo que es lo desconocido que surge como resultado de la transformación cotidiana.
Un niño también sufre con los cambios, porque tiene que adaptarse a situaciones diferentes a medida que crece; pero los niños desean crecer, ser grandes y luchar por su independencia.
Sin embargo, cuando ese niño se convierte en adolescente comienza a sentirse incómodo con su cuerpo, se vuelve torpe, pierde la inocencia y el candor de la niñez y adquiere un estado intermedio donde los parámetros no son fijos y donde no puede ser un niño ni tampoco un adulto.
La adolescencia es la etapa más difícil de la vida, en un mundo donde parece no haber lugar para él y donde siente que no encaja. Por eso el adolescente se refugia en un grupo de pares, que es el que lo contiene y donde todos lo comprenden, porque se sienten como él, sapos de otro pozo.
En grupo, un adolescente se atreve a llamar la atención, a hacerse notar, a veces hasta el límite de adoptar conductas antisociales. Necesita desesperadamente diferenciarse para encontrarse a si mismo, y salir de la incertidumbre de no poder insertarse en el mundo adulto.
Sin embargo, el miedo al cambio puede paralizarlo, porque tiene que adaptarse a un cuerpo que desconoce y que lo desconcierta, y a una sociedad que difiere de su entorno familiar; saber quién es, qué hacer sin depender y enfrentar a los padres y al otro sexo.