Cuando rezo, mi niña, cuando le pido a Dios por vos, le digo: “Señor, haz que ame a todo el mundo, que su generosidad no sea solamente una palabra… pero que a sus amigos los elija parecidos a ella”.
Cuando se tiene un amigo para protegerlo y para darle y darle, solamente se consigue su rencor y su envidia.
Los seres humanos, en general, no estamos educados ni preparados para saber recibir, y cuando nos dan nos sentimos como obligados a devolver, a sentir una gratitud excesiva, una dependencia irritante.
¿Quién es esta persona que me da sin medida, que me da porque tiene, que me da, tal vez, porque le sobra?
Ayudar, sí, a todos los semejantes… pero con los amigos compartir, con los amigos tener en común, en los amigos confiar y no esperar de ellos ni que ellos esperen de vos.
Los amigos entrañables son los de nuestra infancia, los que vivieron nuestra historia, más que los que la oyeron contadas por nosotros… son ellos los que no nos pedirán cuentas de nuestros fracasos y los que nos querrán tanto por nuestras virtudes como por nuestras imperfecciones.
Al amigo tenés que mirarlo viéndolo como es, y aceptarlo así.
Y frente a él tenés que mostrarte como sos, para que te tome con todo el equipaje de cosas que llevás para vivir la vida.
No tengas un solo amigo: cada persona lleva en sí misma, como si fuera un continente, lo que ha vivido, lo que ha sentido, lo que ha sufrido, lo que ha estudiado, lo que ha descubierto.
Un amigo es un mundo maravilloso.
Y un ramo de amigos es una gran riqueza, como un prisma que proyecta infinitas luces.
Cada una de esas luces será la que iluminará la franjita de sombra que algunos días dibujen en tu alma.
Están los amigos que saben acompañar en el dolor y en los momentos difíciles, los que te ponen la mano en el hombro y te dicen la cálida palabra de aliento y de cariño que se necesita en la soledad, durante el llanto, en el cansancio que a veces se produce en medio del fragor de la lucha.
Están los amigos que le tienen pánico al dolor, pero son los únicos que pueden compartir ese brillo de lentejuela de oro que tiene la alegría: los que disfrutan hondamente con tus triunfos, los que se ponen contentos con tu dicha, los que aplauden cada vez que subís un escalón en busca de tu cima… y no saben lo que es la envidia, porque realmente viven tu risa como si fuera de ellos y el olor de tus rosas impregna su corazón, con la misma intensidad con que impregnan el tuyo.
Están los amigos que te hacen soñar: esos que por la puerta de casa traen consigo las cosas hermosas del mundo; los que crean, los que descubren la primera florcita de duraznero cuando llega septiembre, los que saben hacer barquitos con papel de servilleta de bar, los que guardan piedritas de colores en sus bolsillos, y tarjetas postales en sus cajones… y ellos mismos son como tarjetas con bellas inscripciones o dibujos encantadores.
Están los que nos enseñan a pensar con cordura, a razonar cuando no podemos ser razonables.
Todo esto junto es muy difícil encontrarlo en un solo ser humano; por eso es maravillosa la posibilidad de reunirlo en un grupo de seres a quienes podés querer.
No le mientas al amigo, porque sería como mentirte a vos misma, a esa parte tuya que es un amigo.
No finjas delante de él: ¿de qué serviría que él pensara que sos otra en vez de ser Verónica? Hay tantas otras… que no es bueno que, si sos como sos, puedan confundir tus sentimientos o tu personalidad y atribuirte las virtudes de Virginia o los defectos de Malena.
Sé Verónica, la tumultuosa, la hipersensible, la siempreniña, la a veces grande, la generosa, la caprichosa… y dejás que ellos sean Federico el que cree, Mario el un poquito indiferente, Mariana, la pacificadora, Liliana la que quiere desde lejos y a veces se acerca para brindarse toda, Sandra la bullanguera…
Dos cosas les deberás siempre a tus amigos: respeto, imprescindible en toda relación, y comprensión… te diría que la comprensión es la máxima virtud que tienen las personas, la que nos hace ser más nobles, más permeables, amar más.
Los amigos nos dan el universo, nos completan, hacen que nuestros pasos dejen huellas…
¿Te acordás de aquel poemita sobre la amistad que te escribí cuando ibas a la escuela?
Acabo de encontrarlo dentro de una vieja carpeta:
Yo quiero un amigo
para compartir
lo que se comparte:
un ramo de lluvia,
un llanto, un jazmín,
la ronda en la calle.
Yo quiero un amigo
para recibir
lo que quiera darme:
una confidencia,
un globo, una risa,
un paso, una tarde.
Yo quiero un amigo
que quiera tomar
lo que le brindo
y pueda sentir
que en mi compañía
vivir es muy lindo.
En mi oración de esta noche, le diré a Dios:
“Señor, haz que su corazón sepa abrir las puertas
para que la amistad entre y se quede en ella
de ahora para siempre”.
Del libro: “Palabras para mi hija adolescente”