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General: Silencio. Más silencio
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Respuesta  Mensaje 1 de 3 en el tema 
De: GRACIELALL  (Mensaje original) Enviado: 20/11/2010 23:21
 Silencio. Más silencio
 

Silencio. Más silencio

Todavía es una mañana de esas. Una mañana de invierno en la que puedo subirme a un bus y largarme al centro sin tener que consultarlo con nadie. Por lo tanto, no me lo pienso dos veces: me levanto, me visto, me ato el pelo en una cola y salgo zumbando de casa.

Como tengo la manía de correr, voy deprisa aunque no sea cierto. Voy más deprisa de lo que marcan, incluso, mis posibilidades teóricas. Estoy subiendo la cuesta como si se acabara el mundo y me hubiese dejado un fogón encendido, y estoy feliz.

Los viejos me miran. Es curioso porque a media mañana siempre hay un viejo observando una obra, y si en la obra no está pasando gran cosa, entonces el viejo está observándome a mí. No hay vuelta de hoja.

Mientras subo me da tiempo a reparar en muchas cuestiones, pero la idea que más se repite es ¿cuánto tiempo más voy a poder seguir haciendo esto? ¿Cuánto tiempo más van a continuar aguantado los brazos? Me respondo que poco. Ojalá fuera mucho, pero yo sé que no. Igualmente, me alegro de que aún, hoy, sí pueda permanecer en este pequeño territorio de independencia. Cuando por fin llego arriba, me siento en la parada del bus y tomo aire.

Se oye cantar a los pájaros. En el barrio siempre hay pájaros, siempre hay rayos de sol que saludan, siempre hay cosas perpetuas. Da lo mismo la cantidad de años que pasen.

Por ejemplo, en el barrio sigo estando yo. Antes vivía un poco más abajo, aunque para el caso viene a ser lo mismo. En el fondo todos y todo seguimos siendo lo mismo. Con el tiempo, unos hacen como que no te conocen y otros hacen como si te hubieran conocido alguna vez para poder preguntarte; pero si calculas, te quedas con la misma cantidad de materia estúpida y nada cambia.

Cuando aparece el bus, subo y tomo asiento muy cerca del conductor para poder hablarle al salir. Algunos de los que van adentro se quedan un poco chascados porque querían ver cómo lo hago. Mala suerte, pienso.

No. En realidad no pienso mala suerte. En realidad no pienso nada.

Al principio sí pensaba, sí me caían las miradas con el peso de una losa sobre los hombros. Ya no. Llevo seis años así y ya estoy hecha a esto. Ahora me afectan cosas más físicas, digamos. Me afecta que un autobusero frene bruscamente mientras estoy de pie y me disloque un codo. Me afecta que la gente me robe el turno en cualquier cola porque no llego a tiempo al mostrador cuando llaman al siguiente. Pero la curiosidad ya no me afecta.

En los días que me siento generosa, no.

El autobús está a punto de llegar a Plaza Catalunya. Me levanto con cuidado y le digo al chofer si me deja bajar por delante. Me echa un vistazo general y me suelta un bueno. Le doy más explicaciones aunque sé que no son necesarias (enseguida percibo que este de hoy es de los medianamente amables), pero quiero que vea que no es un capricho mío, sino que un día ya me ocurrió que un compañero suyo me cerró las puertas de atrás sin mirar, mientras bajaba, y casi me aprisiona.

Qué raro, me dice él, para algo tenemos un espejo.

Sí, es cierto, el espejo está, pero muchos no lo usan, pienso. Sin embargo, no le digo nada, sólo gracias.

Me apeo del bus y me voy derecha a la FNAC. No puedo permitirme el lujo de desviarme hacia ninguna otra parte, lo tengo más que comprobado. De la parada a la tienda, y antes de subir a mirar nada, he de sentarme en la cafetería. No por gusto. Como ya sé que es así, y que siempre es así, no desayuno mucho antes de salir de casa y de esa forma aprovecho el alto obligatorio.

Pido un zumo de naranja y un croissant. Mientras bebo y recupero fuerzas, escucho las conversaciones vecinas y teorizo sobre ésto y sobre lo otro, como si eso me fuese a llevar a alguna parte. Cuando me lo acabo todo me dirijo al ascensor, lo llamo, lo espero y subo a la primera planta.

Tampoco puedo quedarme demasiado rato mirando libros, así que vuelo a la sección de cómic. Cada vez toca un apartado distinto y esta mañana toca cómic. Voy deprisa.

Antes, no; antes no era necesario ir deprisa. Antes podía estar una hora o dos allí adentro. O tres, las que fueran.

Miro rápido y nada, cientos, miles de libros, y no encuentro uno tan bonito que quiera llevármelo. No lo veo todo, claro, y también hay cosas que me gustan pero no están al alcance de mi bolsillo. Empiezo a sentirme agotada y, si lo analizo, un poco frustrada también. No por los libros, sino porque sólo hace hora y media que he salido de casa y pensar en que tengo que volver ya, me desmoraliza.

Paciencia, paciencia, me digo, y continúo adelante simulando que no pasa nada.

Es entonces cuando se me ocurre. Veo un sofá muy grande frente a una pantalla de televisión —también muy grande— en la que está funcionando un dvd de música. Hay gente leyendo o mirando, tranquilos, cómodos. Eso a mi izquierda. A mi derecha, estantes y más estantes llenos de obras impresas. Ahí es cuando veo tan claro que podría agarrar uno de esos volúmenes, cualquiera, y ponerme a leer o a fingir que leo, para descansar y poder permanecer un rato más fuera de casa.

Dicho y hecho. Doy los últimos diez pasos que me quedan en dirección a los anaqueles y escojo un libro de color azul. Me gusta la tapa porque hay dibujada una luna y una bruja volando en una escoba. Camino de vuelta a donde se encuentra el sofá y me dejo caer, literalmente. Qué alivio. Respiro, dejo las muletas a un lado, me acomodo las piernas, abro el libro y empiezo a mover páginas.

Descubro que son rituales de luna y recetas de caldero para brujas de hoy. Los dibujos son bastante feos, pero el texto es entretenido.

Sigo leyendo hasta que me noto lo suficientemente recuperada como para emprender el regreso a casa. Entonces me levanto y encaro la salida. No pierdo tiempo ni energías en devolver el ejemplar a su sitio, me lo llevo conmigo. Por suerte, hay una caja con sólo dos personas haciendo cola. Espero. Espero. Sigo esperando y veo que por lo menos tardan cinco minutos en pasar su compra. Empiezo a arrepentirme.

Después de mí se ha ido añadiendo gente a la fila. En algún momento he colocado el libro sobre el mostrador, con la tapa cara arriba, y no me he dado cuenta de que el señor que hay detrás mío es un intelectual de 55 años o más. Me mira a mí y mira a la bruja pintada que vuela en una escoba, pero yo estoy de espaldas a él y todavía no sé qué es lo que está sucediendo. Cuando por fin me toca el turno y voy a pagar es cuando me habla.

En vez de gastarte el dinero en esos libros deberías ir al médico, me dice.

Tardo unos segundos en asimilar que es a mí a quien le está aconsejando y no puedo creerlo. Me doy media vuelta, despacio. Lo miro a la cara con espanto. Lo miro a los ojos, con interrogación y con odio. Él también me mira, tiene una divagación aria en las comisuras de los labios que me anuda. Le doy el dinero a la cajera y todo es lento. Supongo que bajo la cabeza, pero quisiera decirle ocúpate de tus lecturas y déjame a mí con las mías. Quisiera decirle eres un maleducado. Quisiera poder reventarlo con una palabra, una sola. Quisiera, al menos, poder responder a su soberbia como si no me importara nada que estuviera vivo.

Todo eso no te va a ayudar en lo más mínimo, me dice de nuevo, todo eso es mentira.

Y yo siento una cosa en el pecho que me produce un dolor intenso. Dájame en paz, quiero decirle. Déjame, ¿cómo te atreves? (Mi pregunta es en vano, ambos sabemos por qué se atreve). Muérete hijo de perra. Muérete ahora mismo. Muérete y no vuelvas a molestarme nunca más.

Silencio. Más silencio.

La cajera me da el cambio junto a una sonrisa profesional y una bolsa. Desencajada y temblando meto el libro adentro. Como puedo, echo a andar. En cuanto me giro y me alejo un poco, estallo en un torrente de lágrimas, en un diluvio salvaje que me inunda toda.

 

 

AUTOR Y
FUENTE:barbarita.blogsome.com



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Respuesta  Mensaje 2 de 3 en el tema 
De: Paqui Enviado: 21/11/2010 20:00

Respuesta  Mensaje 3 de 3 en el tema 
De: UTOPIA Enviado: 22/11/2010 11:33







 
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