EL SECRETO
ARIEL DIAZ
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Cuando recibo la carta —de letra y procedencia desconocidas—, imagino de qué se trata. Mis manos temblorosas apenas pueden abrir el sobre. Me cuesta leer: por la turbidez de mis ojos, las palabras borrosas, porque no quiero aceptar el destino y abandonar la ilusión del reencuentro.
Los recuerdos se agolpan, se funden, me transportan: mi padre, tío Alfredo, la Negra... Los más importantes de aquella lejana niñez.
La flecha dio de lleno y el sombrero de tío Alfredo cayó a sus pies. Furioso, se agachó para recogerlo, mientras miraba para todos lados buscándome. Ni se le ocurrió mirar hacia la copa del pino. Recorrió los costados de ambos maceteros, los macizos de flores; dio una vuelta alrededor del coche aparcado y con dificultad, debido a su abultado abdomen, se agachó para mirar debajo.
En ese momento lancé la segunda flecha, que sacudió su trasero imponente y le hizo dar un grito, no de sufrimiento, sino de honor ultrajado. Lamenté que la punta no fuera de acero —en lugar de la clásica ventosa de goma—, mientras me contorsionaba aguantando la risa.
No sé por qué disfrutaba tanto haciéndole toda clase de maldades. Quizá porque veía ridículo lo impresionable y miedoso que era, el parpadeo irritante de sus ojos oscuros —dos pequeñas gemas tímidas y evasivas hechas de incertidumbre—, el rojo de su cara cuando reía o se enojaba, el timbre de su voz levemente aflautado, su forma de caminar bamboleante, la seriedad e importancia con que hablaba de los temas más triviales. O tal vez porque nunca le contaba a mi padre acerca de mis gamberradas.
Una tarde regresaba del colegio —estaba finalizando la primaria—, y, al pasar frente al viejo conventillo [1] abandonado, una de las doce prostitutas que pocos días atrás lo habían ocupado, me llamó por mi nombre. Me invitó a conversar en su habitación. Aprensivo, acepté con algo de temor.
Sentado en el borde de la única silla —más cerca de la puerta abierta que de la desvencijada mesita—, asistí, callado y expectante, a la confección de una parva de tostadas mientras ella parloteaba atropelladamente. Apenas probé la leche que me sirvió, comí una tostada y no sé de qué me habló durante los diez minutos interminables que permanecí en el cuartucho.
Así conocí a la Negra. Apenas salía de la escuela, mis ojos escudriñaban ansiosos hasta descubrirla en aquel puntito lejano de vivos colores que esperaba caminando la angosta vereda. Una suerte de curiosidad, atracción y, sobre todo, un desasosiego desconocido que me invadía cada vez que estaba en su presencia, se fue transformando, gracias a su particular carisma, en amistad y luego en cariño entrañable.
La recuerdo con sus blusas escotadas, las faldas cortas —que tironeaba para que no se le subieran demasiado cada vez que se sentaba—, los tacones finos y muy altos, esa tristeza eterna que asomaba desde lo más profundo de sus ojos oscuros —claros de luces cuando me abrazaba o recibía una caricia mía—, sus oídos ávidos de mis historias, la dulzura de su voz plena de palabras tiernas, una sonrisa contagiosa, la tez morena como la mía y el cabello teñido peinado impecable.
Las horas de clases se me hacían interminables esperando la campanada final para irme corriendo hacia el cuarto de la Negra. Tomábamos la leche y luego conversábamos sentados sobre la vieja y ancha cama, que olía a sudores y a jabón amarillo. Me hablaba con nostalgia del pueblo donde se criara, el mismo donde yo había nacido pero que no llegué a conocer porque lo había abandonado antes de cumplir el año. Mis charlas generalmente se referían a mis tareas en la escuela, a los juegos con mis amigos, a los horarios rígidos y a lo poco que hablaba con mi padre, ocupado siempre en la atención de su negocio. La primera vez que le comenté, riéndome, acerca de las bromas que le gastaba a tío Alfredo, quedé sorprendido con la seriedad con que me escuchó. Entonces ella habló de respeto, consideración, amor, cualidades por mí conocidas, aunque, criado por el espíritu taciturno de mi padre, aún no había incorporado a mi vida; sus palabras abrieron mi corazón a esos sentimientos.
Reclinada mi cabeza sobre su pecho, escuchaba embelesado pequeñas historias de nuestro pueblo, donde la picardía era protagonista, el diálogo frecuente y la sonrisa constante. No podía creer que una persona dedicara tanto tiempo a hablarme con afecto, me escuchara con atención y me acariciase con ternura, acostumbrado como estaba al seco vocabulario de mi padre ya anciano y a la mirada dura de sus ojos claros, oscuros de impaciencia. Todavía siento el roce de los cabellos de la Negra sobre mi frente, el olor acre del cigarrillo mezclado con su perfume barato, la mano que acaricia mi mejilla, su voz que entona viejos tangos y la tibieza de su pecho mórbido.
Las horas volaban en su compañía y al recordar a mi padre esperándome intranquilo, ya era de noche. Debía mentir, inventar deberes escolares difíciles que, para poder resolverlos, motivaban mi permanencia hasta tan tarde en casa de algún compañero.
Una tarde cálida —la recuerdo como si fuera ayer y la he evocado cientos de veces—, mientras la Negra me mantenía abrazado en la penumbra de su cuarto, lloramos emocionados cuando ella me sorprendió al confiarme un gran secreto que juré no revelar y que involucraba a mi padre. Esa confidencia me hizo comprender cuánta bondad y ternura había en él y lo difícil que se le hacía expresarla. A partir de entonces lo amé con un cariño nuevo.
Ardua tarea me resultó cambiar mi actitud hacia el tío Alfredo. Un día llegó estrenando un hermoso sombrero con un airón. En realidad, lo que vi en ese momento fue un enorme cerdo elegante. Le faltaban las patatas alrededor y la manzana en la boca. Apenas colgó su emplumada adquisición en una percha, corté unas cuantas tiras de cartón y, en cuanto se distrajo, las coloqué bajo el tafilete del sombrero. Luego comencé a observar al tío con mucho detenimiento. Hasta que logré llamar su atención.
—¿Por qué me miras tan sorprendido?
—Es que me parece que... ¡No! ¡Es imposible!
—¡Pero, sobrino! Tenemos confianza, ¿no es cierto?
—Sí, pero... ¡Es que no puede ser lo que veo, tío!
—¿Y qué ves?
—¡Que se te está hinchando la cabeza!
Primero se rió pero, ante la persistencia de mis miradas y mi expresión de extrañeza, comenzó a visitar cada vez más seguido el amplio espejo del salón, mientras fruncía el ceño, incrementaba la velocidad del insufrible parpadeo y sus ojos se transformaban en dos rendijas perplejas.
Cuando, serio y nervioso, anunció que se retiraba, se me presentó la imagen de la Negra hablándome de respeto. La tentación de la broma era grande, pero la suave voz me reprendía dulcemente. No pude defraudarla. Fui derecho al sombrero y, sin que me vieran, retiré todos los cartones. En un aparte con el tío, le conté la verdad y le pedí perdón.
Deseaba cambiar, pero, ¡cuánto me costaba! Tenía que luchar contra una costumbre ya arraigada. Poco a poco lo fui logrando, hasta que comenzó el respeto y luego el cariño. Nos hicimos compañeros en juegos y excursiones de pesca y me contagió su amor por la lectura.
El paraíso del pequeño cuarto de la Negra y el oasis que significó en mi vida duró tan sólo un año. Un día volví del colegio y no quedaba nadie en el conventillo. Recorrí desesperado sus desoladas habitaciones, llorando y clamando por la Negra. Pero, todos habían volado.
Recordando la tarde anterior en su compañía, me di cuenta de que había estado callada, los ojos apagados y húmedos. Al despedirme hasta el día siguiente me abrazó temblando, me tuvo así un largo rato y, cuando nos separamos, estaba llorando. En ese momento, no comprendí: era el adiós.
Mis manos han dejado de temblar. Ya comienzo a aceptar el hecho de que has purgado tus pecados y al fin podrás descansar de tu gran pena.
Hubiera deseado, Negra, haberme encontrado contigo una vez más. Para decirte que ese año en el que vivimos tantas emociones fue el más feliz de mi vida, me ayudaste a madurar, a parar con mis salvajes travesuras, a respetar a mi inocente y buenazo tío Alfredo, a comprender a mi callado padre. Y, lo que fue más importante, a amarlos a ambos.
Ahora que no están, que me faltan los tres, no debo callar más nuestro secreto; hoy, puedo llamarte por tu nombre: mamá