Y… el llanto fue nuestra primera palabra. El primer grito de llamado al ausente y cálido refugio conocido. La terrible expresión de la primera soledad del cuerpo, expatriado de su mundo visceral y palpitante.
Y… el frío fue nuestro primer encuentro. El frío, el dolor y la sangre. Nacimos entre sangre y llanto; cortados a raíz y tajo de la única patria intransferible de hueso y carne. El llanto fue nuestro primer idioma. La sonrisa vino después, quizás, nacida entre sueños, al recuerdo de días anteriores al exilio, junto al calor de un cuerpo, o de la tibia lana, que fingen el dulce clima del sitio antiguo que añoramos siempre y al que volvemos, efímeramente, entre el sueño y el orgasmo.
El llanto fue también nuestra primer protesta, el primer canto de denuncia contra la miseria, la inermidad, y el desamparo descubiertos. Primera y perenne palabra, el llanto ha de ser, también, la última.
Sin sonido, quizás, al despedirnos. Y… entre las dos: La vida. La vida, ahí, sin que sepamos si ha sido algo más que esta primera y última palabra.
Autora:
Lúz Méndez de la Vega
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