Había una vez una princesa y un príncipe, recién casados, muy enamorados y que debían separarse por un tiempo, ya que él tenía que viajar a un extremo del reino para ordenar algunos asuntos. A fin de hacer la espera menos dolorosa, el príncipe prometió enviarle una carta cada mañana.
El caballero, que estaba locamente enamorado de la princesa, se sentía muy desdichado de no poder estar con su amada. Así que pensó: "No dejaré que me olvide. Le escribiré todos los días. Aunque mi escritura no sirva para otra cosa, me querrá por mi fidelidad".
Todos los días, dondequiera que estuviese, le escribía; y cuando regresó, al cabo de mucho tiempo, se enteró que aproximadamente a las doscientas cartas, ¡la princesa se casó con el cartero!
La moraleja en este caso es que no hay que confiar en las palabras escritas para lograr el entendimiento.
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