En su cárcel de espinos y rosas cantan y juegan mis pobres niños, hermosos seres, desde la cuna por la desgracia ya perseguidos.
En su cárcel se duermen soñando cuán bello es el mundo cruel que no vieron, cuán ancha la tierra, cuán hondos los mares, cuán grande el espacio, qué breve su huerto.
Y le envidian las alas al pájaro que traspone las cumbres y valles, y le dicen: —¿Qué has visto allá lejos, golondrina que cruzas los aires?
Y despiertan soñando, y dormidos soñando se quedan que ya son la nube flotante que pasa o ya son el ave ligera que vuela tan lejos, tan lejos del nido, cual ellos de su cárcel ir lejos quisieran.
—¡Todos parten! —exclaman—. ¡Tan sólo, tan sólo nosotros nos quedamos siempre! ¿Por qué quedar, madre, por qué no llevarnos donde hay otro cielo, otro aire, otras gentes?
Yo, en tanto, bañados mis ojos, les miro y guardo silencio, pensando: —En la tierra ¿adónde llevaros, mis pobres cautivos, que no hayan de ataros las mismas cadenas? Del hombre, enemigo del hombre, no puede libraros, mis ángeles, la egida materna.
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