es el amor. Pero no el amor en términos de banalización como nos
lo venden. Eso no es amor, eso es sentimentalismo. Lo que el mundo
se juega no es más o mejor política, como tampoco lo es más ni mejor
economía. Cierto, más de un lector invadido por ese pragmatismo tan pernicioso
al que está sometida esta cotidianidad fastidiosa, dirá que quien escribe
esto opina como un poeta, como un soñador. Y hasta ese punto del abismo
hemos llegado: a condenar el sueño como una vía innecesaria de sentir
el paso siguiente. No obstante, aún a riesgo de recibir la condena, lo
sostengo, más allá de las teorías y sus aplicaciones sesudas, lo que el mundo se juega (antes y ahora) es el amor.
Facundo Cabral, como ayer lo hicieron otros tantos idealistas y cantores, lo que se jugó fue justamente
el amor. En su canto, en su poesía, en sus testimonios, en sus relatos
propios y ajenos y en transito, sobre todo en su transito, llevó consigo esa
idea de amor. De amor compartido. “De mi madre aprendí que nunca es tarde,
que siempre se puede empezar de nuevo; ahora mismo le puedes decir basta a
los hábitos que te destruyen, a las cosas que te encadenan, a la tarjeta de
crédito, a los noticieros que te envenenan desde la mañana, a los que quieren
dirigir tu vida por el camino perdido”, decía Cabral casi como un niño, pues
de eso se trata. De cuidar ese espacio de niño y andar por ahí y por allá para compartirlo. Y eso fue lo que hizo Cabral, vivir para compartir su espacio de niño.
Enterarme de que unos “desconocidos” asesinaron a tiros a Facundo Cabral
cuando se dirigía hacia el aeropuerto internacional La Aurora, en el sur de Ciudad
de Guatemala, representó un impacto en aquella comunicación que sostuve con él
en ese espacio de niños. Un espacio de niños dedicado al juego de recitar, cantar y
sentir. Un espacio de niños común entre el cantor y su oyente, pero también
un espacio de niños que comunica los tiempos y las geografías. Guatemala
(lugar del crimen); Argentina (tierra del cantor) y cualquier patria (la del oyente)
representan el hilo conductor de una historia (desarrollista) construida con los
hierros de la violencia. No fue Cabral el primero, y lamentablemente no será el
último de esta larga cadena de consumaciones. Siempre he creído que el
objetivo es endurecernos la existencia, o mejor dicho, enfriarnos (o, lo que es lo
mismo, aniquilar) el sentir, el ser. No en vano se vende sensiblería en lugar de
sentimiento, morbo en lugar de amor y estupidez en lugar de vida (compleja y sencilla). Y se repiten las noticias que hablan de
destrucción, apocalipsis y drama eterno. Del asombro (de ver el
dolor ajeno) pasamos a la contemplación (con palomitas y saliva de
gozo) en calidad de espectador. De lo fácil avanzamos a lo idiota y de lo
existencial a lo inerte. Cada vez menos se le permite espacio al cultivo de la
necesidad de amor. ¿Qué político se atreve a pararse ante su tribuna para
invocar que la solución de todo este caos es el regreso al
camino de la tierra? (a esa idea original de la que venimos y en la que jugamos en nuestro espacio de niños).
El día en que asesinaron a Cabral, una amiga maldijo a la madre de los
asesinos. Luego, casi de inmediato, desde el dolor de la niña que sufre la
pérdida de su vínculo (con el cantor), entre disculpas se preguntó: “¿Quién
puede ser tan miserable como para asesinar a Cabral?” Sólo se me ocurrió
decirle que, por más difícil (o sencillo) que parezca, la única salida, el único
triunfo posible que tenemos ante ese factor rabioso que como un orden mundial
nos invita al odio y a la destrucción, es asumir la convicción serena que movió
la filosofía Cabral: el amor. ¿Quién pudiera estar frente a los asesinos
(tanto materiales como intelectuales) para decirles al oído, aún a
expensas de burlas, aquello que dijo Facundo Cabral: “Ama hasta convertirte en lo amado, es más, hasta convertirte en el amor”