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Ni el poder de Roma ni las autoridades del Templopudieron soportar la novedad de Jesús. Su manera de entender y de vivir a Diosera peligrosa. No defendía el Imperio de Tiberio. Llamaba a todos a buscar elreino de Dios y su justicia. No le importaba romper la ley del sábado ni lastradiciones religiosas. Sólo le preocupaba aliviar el sufrimiento de laspersonas enfermas y desnutridas de Galilea… No se lo perdonaron. Seidentificaba demasiado con las víctimas inocentes.
Si Dios ha muerto identificado con las víctimas, sucrucifixión se convierte en un desafío inquietante para los seguidores deJesús. No podemos separar a Dios del sufrimiento de los inocentes. No podemosadorar al Crucificado y vivir de espaldas al sufrimiento de tantos sereshumanos destruidos por el hambre, las guerras o la miseria.
Dios nos sigue interpelando desde los crucificados denuestros días. No nos está permitido seguir viviendo como espectadores de esesufrimiento inmenso alimentando una ingenua ilusión de inocencia. Nos hemos derebelar contra esa cultura del olvido, que nos permite aislarnos de loscrucificados desplazando el sufrimiento injusto que hay en el mundo hacia una"lejanía" donde desaparece todo clamor, gemido o llanto.
Cuando los cristianos levantamos nuestros ojos hasta elrostro del Crucificado, contemplamos el Amor insondable de Dios, entregadohasta la muerte por nuestra salvación. Si lo miramos más detenidamente, prontodescubrimos en ese rostro el de tantos otros crucificados que, lejos o cerca denosotros, están reclamando nuestro amor solidario y compasivo.
José Antonio Pagola