A veces pienso que la relación entre un estudiante y su maestro
se parece mucho a un hermoso paisaje. Lo digo porque cuando hay belleza,
alguna fuerza extraordinaria nos regala algo de felicidad.
Entonces la razón nos devuelve a nuestra soledad originaria
y nos sentimos exactamente como cuando la oscuridad que llevamos dentro
es repentinamente visitada por una luz violenta.
De eso concluyo que la felicidad y la belleza se parecen infinitamente
al aprender. Sabemos de la felicidad, porque es inevitable tener experiencias
que nos ofrecen gratitud; sabemos de la belleza porque la visión
de la que casi todos somos capaces deja comparecer también la fealdad
de nuestro mundo; y sabemos del aprender, porque es inevitable pensar
y estar solos como no es posible que se sienta un poste telegráfico
en medio del desierto. Es cuando la razón nos posee y nos lleva a contemplar
nuestro interior o todo lo que nos rodea. Y nace en nosotros la actitud
de decir algo: preguntar o responder. Como el preguntar es un acto de piedad,
entonces no cabe duda de que nadie aprende más que quién está acostumbrado
a preguntar, dudar, sospechar y criticar lo establecido o lo dicho por “otros”
que no dan más que simples respuestas. Simples, porque nunca las pedimos
y nos dan precisamente lo que nos aleja del preguntar, es decir,
de la actitud primigenia del aprender.
Y ello nos sume en un atardecer involuntario.
¿Para qué tener ojos si no podemos ver?
¿Por qué tener oídos si nos prohíben escuchar?
¿A dónde marcharnos, si el lenguaje que siempre ha sido nuestra casa
ya no existe más que para anidar certezas, o sea, respuestas que tienen
el deber de hacernos olvidar la práctica de diferir?
Es también cierto que cuando la costumbre del no aprender,
no pensar o no preguntar, nos termina de cautivar, es el mismo discípulo
quien brega por no tener maestros del preguntar.
El maestro aparecerá sólo cuando el “alumno” esté preparado,
y esta sentencia supone que nos preexiste una sorda guerra entre preguntar
(aprender) y el responder (no aprender).
Es algo parecido a cuando se desata una batalla entre el cielo y la tierra.
Es la pregunta contra la respuesta y la respuesta contra la pregunta.
Es la soledad de la contemplación contra el bullicio de la indiferencia.
Mientras unos luchan por la felicidad y están dispuestos a todo por ella
-incluso a matar-, hay quienes atienden a su presente.
Pensar en el futuro nos libra del aprender que es cosecha del preguntar;
pensar en el presente nos libra de responder que es la consecuencia
de la ignorancia de muchos. Responder nos hace infinitamente libres,
porque la libertad la dan los hombres y no podemos ir contra ella,
pues estamos obligados a ser libres. Preguntar, en cambio, es el efecto
del libre albedrío que nos ha obsequiado el milagro de la vida,
la misma que nos demanda autonomía y criticidad, pues sin esas cualidades
estaríamos condenados a la muerte, al infinito dejar de aprender.
La vida existe porque siempre hemos aprendido y ese aprender “siempre”
ha supuesto preguntarnos por nosotros mismos y la razón por la cual existimos
y tenemos un mundo donde no podemos evitar amarnos, es decir, saber o conocer.
Y en esto se resuelve definitivamente la naturaleza del aprender
y su infinita guerra: un campo donde las preguntas a veces mueren
para que otras maten respuestas definitivas.
Víctor Hugo Quintanilla Coro