La influencia de los padres puede ser positiva y motivadora pero también puede ser perturbadora.

La guía de los padres es imprescindible para la formación de los hijos y para su desarrollo normal como adultos, pero depende en gran parte de cómo lo hacen y en qué medida.

Nos identificamos con los mandatos de nuestros padres, los cuales los hacemos nuestros, para satisfacerlos, transformándolos en motores de nuestras vidas.

Desde que nacemos nos formamos con ideas y palabras ajenas y mientras somos pequeños nos complace y halaga que los demás celebren cómo los imitamos y cómo repetimos lo que dicen.

Cuando crecemos, comenzamos a pensar que podemos tener ideas propias pero tenemos que aprender a lidiar con la desaprobación de los demás.

Ser uno mismo no es algo fácil de lograr, porque para satisfacer el propio deseo muchas veces tropezamos con los deseos de los demás, que nos obligan a negociar con ellos para conseguir lo que queremos.

Los mandatos parentales no son conscientes, porque se reciben de manera subliminal, no en forma necesariamente verbal y directa sino en forma sutil, indirecta, sin referirse a nosotros en particular, al mostrar su forma de pensar y sus aversiones y preferencias personales en sus relaciones con los demás.

El discurso familiar puede ser afectivo y a la vez contener mensajes contradictorios u ofensivos, por ejemplo, cuando los padres definen a los hijos como ineptos, buenos para nada, torpes, etc., cuando cometen algún error, palabras que les dejan huellas profundas en su autoestima difíciles de cicatrizar y la duda sobre el real valor de ellos mismos.

Esa sensación de inseguridad volverá a surgir cada vez que quieran intentar algo nuevo, como una sombra, frenando sus iniciativas y convencidos de lo que les dijeron las personas que más los querían siendo niños, cada vez que los desilusionaban y no respondían a sus expectativas.

Aunque parezca que esas experiencias han sido olvidadas, los mandatos internos son recuerdos que permanecen intactos y latentes en el inconsciente de los hijos, listos para emerger a la luz cada vez que pongan a prueba sus talentos.

La baja autoestima y el sentimiento de incompetencia son sentimientos que adquirimos desde niños, porque todos nacemos genuinamente auténticos, sin vergüenza por hacer lo que deseamos y sin necesidad de hacer lo que no queremos para quedar bien.

Al nacer un niño, todas son atenciones y muestras de afecto; y esto se mantiene durante la primera infancia; y aunque sean niños difíciles que den mucho trabajo sólo recibirán besos y abrazos.

Pero al crecer, el niño se da cuenta que el afecto hay que ganarlo y que no es tarea fácil conseguir el amor incondicional de antes. Las exigencias se van incrementando y al mismo tiempo el ser auténtico va desapareciendo para convertirse en alguien diferente que hace lo mismo que hacen los demás, capaz de alienarse y renunciar a él mismo para no perder el afecto.

No todos los mandatos internos que obedecemos son negativos, algunos nos ayudan a progresar y hacer de nosotros mismos personas realizadas, si es que lo que nos transmitieron nuestros padres fue el impulso para ser quienes somos y seguir adelante a pesar de los obstáculos y no son conductas neuróticas de eficiencia desmedida para cumplir con viejos mandatos para satisfacer deseos de otros.

Un mandato interno de desvalorización puede hacer que un sujeto se pase la vida tratando de demostrar que vale, coleccionando títulos universitarios o premios, que en el fondo le dejarán una sensación de vacío interior por no ser realmente quién es.



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