Mabel y su familia estaban pasando unos días en un campamento en un lugar muy apartado. Casi todo el primer día fueron los únicos en la zona. Cerca de la noche llegó otra familia y comenzó a instalarse.
El marido de Mabel encendió una fogata, y bajo las estrellas se sentó en una reposera a tomar refresco. Sus hijos, que eran cuatro varones, andaban correteando por el lugar y la hacían rezongar.
- ¡No crucen corriendo cerca del fuego! - les gritaba Mabel -. ¡No se adentren mucho en el bosque! Jueguen por aquí nomás ¡Chicos…!
- ¡Jaja! Déjalos que se diviertan - decía su esposo -. Siéntate y toma un refresco, disfruta de la noche que está hermosa.
- Tú tan despreocupado como siempre. Está bien, pero si se van más lejos los traigo de la oreja.
Los niños iban corriendo por un sendero, rodeaban unos árboles y volvían a pasar por el campamento.
Mabel los vigilaba desde la reposera; su esposo le agregaba leña al fuego y lo revolvía cada tanto como jugando con las llamas, que al crecer iluminaban la carpa, los árboles cercanos, y la cara de preocupada de Mabel.
En una de las vueltas que los niños dieron a la arboleda, Mabel vio que eran cinco los que corrían, y supuso que un niño de la otra familia se les había unido. Durante varias vueltas vio que el otro los seguía. Cuando sus hijos fueron a pedirle refresco, ella les preguntó quién era el otro niño.
- ¿Qué otro niño mamá? Sólo estábamos jugando nosotros, no había nadie más - le aseguró el más grande.
- ¿No lo vieron? Estaba corriendo detrás de ustedes - los niños se miraban y decían que no.
Después lo vieron asomándose detrás de los árboles como espiando, pero lo más aterrador era que lo veían en un lado y luego en otro sin que lo vieran cruzar, sólo aparecía aquí y allá de pronto.
Se marcharon por la mañana y la otra familia también, pues lo que andaba allí los había asustado como a ellos.