El amor no tiene edad

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Esto es algo de lo que he estado convencida toda mi vida. A veces, cuando se es joven, se piensa que enamorarse es imposible a partir de una determinada edad. Yo nunca lo creí así, y hace unos días, viajando en el tren, una vez más pude comprobarlo.
Subieron al tren un grupo de ancianos, cuyas edades rondarían los setenta años o quizás más, y fueron acomodándose en los asientos que quedaban vacíos. A mi lado se sentó una pareja, que en un primer momento pensé que sería un matrimonio, pero que al cabo de un momento, por la conversación que mantenían, pude darme cuenta de que no era así.
La mujer no paró de hablar durante casi todo el trayecto. Le hablaba de sus aficiones, de sus platos favoritos, de lo que le gustaba ver en la televisión... Él se limitaba a asentir con la cabeza a todo lo que le decía, y a veces hacía algún que otro pequeño comentario.
No hablaba casi nada, pero sus ojos lo decían todo. En ellos se reflejaba una intensa admiración y mucho, mucho amor.
Alguna vez entrelazaban sus dedos y el anciano jugueteaba con un anillo que ella llevaba en uno de sus dedos. Y le sonreía con dulzura. En ocasiones se quedaban en silencio, mirándose a los ojos sin decirse nada, pero diciéndoselo todo al mismo tiempo.
Cuando llegamos al final del trayecto, el hombre, con toda la delicadeza del mundo, le ayudó a ponerse el abrigo y después, cogiéndola de una mano para que no se cayera, bajaron los dos del tren.
Durante todo el tiempo que duró el viaje, mientras les obsevaba disimuladamente, me preguntaba qué diferencia podía haber entre este amor, ya en la recta final de sus vidas, y aquel otro que se vive en la adolescencia y juventud.
Ninguna, me dije al instante. Éste, sin duda, es un amor mucho más sosegado; menos pasional, pero quizás más auténtico.
Un amor en el que sabrán valorar cada instante que estén juntos, porque saben que el tiempo se les acaba. Y sólo cuando se tiene conciencia de que lo que tenemos es efímero, que no durará en el tiempo, se puede apreciar cada minuto vivido, cada segundo, cada gesto, cada palabra...
La vida les habrá enseñado que una pequeña discusión por tonterías, un silencio, una ausencia, son instantes robados a la felicidad. Felicidad, efímera y esquiva, que no pueden ni deben dejar escapar.
Que tratar de ser siempre el que lleva la razón no significa ser el más fuerte, porque la unión de dos no es una lucha de poder, sino un proyecto común en donde cada uno ha de saber respetar las creencias del otro, aunque estas creencias sean extremadamente diferentes de las nuestras. Y sabrán, que su independencia, ya sea física o emocional, te hará ser más independiente a ti.
Sabrán ya, así mismo, que luchar por la felicidad de tu pareja es luchar por la tuya propia. Que nunca hay que caminar delante ni detrás de ella, sino a su lado. Para que cuando caiga puedas tenderle la mano que le ayude a levantarse. Seguramente habrán dejado de lado esos celos absurdos que van minando poco a poco la relación, porque comprendieron hace ya tiempo que los celos no son sino una manifestación del deseo de posesión, que inevitablemente todos llevamos dentro, y que muchas veces no sabemos o no queremos reprimir. Abandonando esa absurda idea de creer que el otro te pertenece, y que por tanto no tiene derecho a pensar por si mismo ni a tener sus momentos de libertad individual, tan necesarios para que la relación funcione.
Sus encuentros en la intimidad, ya no serán tan apasionados y ardientes como pudieron serlo cuando tenían veinte años, pero seguramente, cada vez que se abracen, cada vez que se acaricien, sus corazones latirán con la misma intensidad como lo hacían en su primera juventud.
Es casi seguro que ya habrán aprendido todo esto, y con este aprendizaje se les abrió una puerta que les condujo por el camino que les llevará, lo más cerca posible, de la tan deseada felicidad