Era un perro de tamaño mediano y llevaba un lazo azulado alrededor del cuello escuálido, el cual estaba sujeto a un árbol. Su cuerpo no era mucho más robusto que su cabeza. No tenía más de dos años; sin embargo, sus ojos llevaban el peso de una vida escalofriante.
Me acerqué con cautela y pude ver un infierno exorbitante en sus pupilas que me atrapó, impidiéndome quitar la mano a tiempo. La punzada que vino después me hizo darme cuenta de que sus puntiagudos colmillos acababan de probar mi carne. Cogí de prisa mi mano ensangrentada y la apreté fuertemente con la otra.
Lo siguiente que recuerdo es que al volver a mirarlo tenía el mismo rojo en las pupilas. Mi nuevo acercamiento fue más cauteloso. Le mostré algo que llevaba en la mano y que parecía comestible; él lo comió desesperado. Parecía querer fiarse de mí. Y después vino esa voz:
—Este perro es mío.
Era un hombre inmenso con un bigote ralo y un aliento pestilente. Había algo en él que me recordó a mi padre, quizás por eso intenté explicarme: parecía sentir la necesidad de que comprendiera por qué estábamos teniendo esa conversación.
Le expliqué que no lo había robado y toda la historia: mi mano, la carne, el infierno. Cuando intentó acercarse al animal este retrocedió y pude ver un miedo profundo que nacía de sus entrañas. No podía permitir que se lo llevara. Me golpeó violentamente y caí inconsciente.
Al abrir los ojos una gota de sangre mojaba mis pupilas; no obstante, pude verlos a lo lejos y corrí tras ellos. No sé cuánto duró mi carrera. La bruma cada vez se apoderaba más de mi espacio y terminó abrazándome.
Desperté en mi cama. El aire de diciembre había helado mis pies que se hallaban destapados. Me vestí deprisa y fui al lugar de los hechos. Ni rastros del perro, del hombre del bigote, ni de mi sangre. Como soy muy supersticiosa y no creo en las casualidades busqué durante semanas al perro del lazo azul, sin conseguir nada.
Nadie lo había visto; ciertamente no se trataba de un sueño premonitorio. No obstante, me dirigí a la protectora de mi ciudad y adopté un perro lanudo y tristón, muy parecido al que viera ¿en sueños? Ahora compartimos casa, tiempo y vida. Y, por supuesto, le he puesto un lazo de color azul alrededor del cuello