
Una
tarde cuando las estrellas no habían salido
y el olor a luna llenaba el aroma
del jardín,
sentí que
una corriente fresca y aromática se apoderaba de mi.
Asombrado miré a todas partes y no
pude ver a nadie.
El aliento del anochecer seguía
resoplando en mis cabellos
mientras flotaban en la brisa de
aquel día otoñal.
No sabía que era lo que ello
significaba hasta que sentí
que una voz dentro de mí me pedía
cuentas de mis acciones
y de todos mis actos de los
pasados años del sin fe vacilante.
Contesté sin aliento y con el
corazón palpitando dentro de mi pecho
sin poder entender que era ese
reclamo que me hacía la noche.
¿Qué puedo hacer?
Un pájaro voló junto a un árbol
cercano y posándose sobre una de las ramas
se dispuso a dejarse caer
violentamente sobre una pequeña lombriz
que viajaba en busca de su cría.
Sin que aquella pudiera
percatarse,
el ave agarró con el pico la
lombriz
y la llevó gozosa hacia un nido
que sobre el árbol tenía.
Allí, un pequeño polluelo piaba
complacido y ávido mientras
se engullía la lombriz con un
regocijo indescriptible.
El dolor de unos es el gozo de
otros susurró la voz en la brisa.
Luego observé como el ave tomaba a
su cría
y la levantaba del nido para
dejarlo caer en el vacío.
El polluelo,
aterrado, aleteó un poco con
desespero y cayó en tierra asustado y convulso.
Un gato pasajero corrió hacia el
polluelo para capturarlo,
en tanto que el ave madre
volaba amenazadora mente hacia el gato para espantarlo.
El polluelo tuvo tiempo de alzar
el vuelo
y comenzando a volar, se remontó a las alturas.
Había aprendido la lección de la
vida.
Ese fue el lenguaje de la voz que
me hablaba en la conciencia.
Comprendí que la vida era una
huella para que otro la siga
y todo lo que había hecho en mi
vida estaba impregnado de la misma historia.
La vida, ave ocasional, buscaba
lombrices para mis ansiedades,
hasta que en esta noche arrancado
de mi nido de quejas y pesadumbres,
fui tomado y lanzado al vacío de
mis meditaciones
donde comprendí que tenía que
volar para poder sobrevivir.
Levanté la vista hacia el cielo,
las estrellas titilaban gozosas
por aquella noche de
descubrimientos y embriagado del aroma de la brisa
pude ver el lucero vespertino
cuando se asomaba en lontananza
para dejarme su mensaje de luz y
de esperanza.
Nada es inmundo en sí
mismo;
mas para el que piensa que algo
es inmundo, para él lo es (Romanos 14,14)
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