La Enemiga.
La sierva. Nunca amante, ni amada, ni la amorosa compañera, ni la amiga.
Nunca la igual, sino la subalterna. La mejilla ofendida. La carne doblegada. La humillación servil. Las manos y la voz encarceladas por el miedo. La que dibuja sumisión disfrazando de amor el cruel despecho.
La que se condenó, por siempre y para siempre, a no ser más que sombra y que silencio, a girar sin resposo, ilusa luna, en torno de un planeta indiferente. La que vigila pasos y susurros y vive carcomida de sospechas.
La que guardó su castidad preciosa para el festín de la primera noche. La que odió al que devoró las ilusiones de la infancia y la hizo estrellarse contra el polvo de la vergüenza y el asco cotidianos.
La que terminó odiando hasta la fecundidad sin pausa de su vientre, condenada a repetir en sus hijas y nietas, como en un laberinto de espejos, el mismo dédalo sangriento y angustioso de su madre y su abuela, y de las madres y las abuelas todas de su estirpe.
La que jamás se atreve a disentir en alta voz, pero que va frenando los proyectos de su amor con la insidiosa diligencia de la cizaña y la carcoma. La que cuidó de untarle con hiel hasta los más pequeños goces.
La que se condenó al áspero infortunio, la que fue tapiando las rutas a la dicha con los cadáveres de sus propias, marchitas ilusiones.
La que gravita, aun hecha cruz de camposanto, sobre su espalda con el peso muerto de una sorda y oculta recriminación.
La que lo mira desde el fondo de todos los retratos con su reproche mudo y que, más que un recuerdo en la memoria, se le quedó grabada más allá de la piel, eterna e inmutable, dolorosa, como un remordimiento.
Carmen González Huguet |