Desde el acantilado de mi soledad lo veo llegar una y otra vez.
Viene verde y vivo.
Montado en su redonda eternidad.
Peregrino y prisionero de un horizonte.
Así es el mar.
Y a él, viejo artesano de telarañas de cristal,
le he preguntado:
«¿Cómo es el infinito?»
Y las olas, violetas por el último milagro del sol,
respondieron:
«Somos infinito cuando nos convertimos en su horizonte. »
Al mar no le importa la muerte.
Es como un cachorro que nunca mira atrás.
Como un monstruo al que Dios se le hubiera olvidado dormir.
«¿Sabes tú que es Dios?»
Y el mar,
entreabierto sus ojos canos y espumosos,
me invito a asomarme al espejo de su lomo verde.
Y preguntó:
«¿Qué ves?»
«A mí mismo. »
«No – corrigió el océano -, esa imagen es el reflejo finito de Dios. »
(...)
El mar está preso.
Y grita su cautiverio contra la indiferencia amarilla de la costa.
«Dime, ¿cómo puedo ser libre?»
«Muriendo cada día. Muriendo voluntariamente. »
Y el pico de caramelo de la gaviota –
como un recortable infantil -
se burló desde lo alto.
Y una nueva ola –siempre la última-
expiró azul y cansada a mis pies.
El mar –ahora lo sé- muere sin cesar porque vive en la esperanza.
En el deseo de alcanzar algún la risa verde de los ríos.